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Foto del escritorPaulina Simon T.

Vivir en un cuerpo


Vivir en un cuerpo


no es lo mismo que ser un cuerpo


o tener un cuerpo.


Cómo tener una casa que descuidas


y de la que te puedes mudar.


El cuerpo no tiene salida.




Al fin, llegó el 2021, el año en el que cumpliré 40 años. La cifra tan temida. Una meta y un límite mental que me he puesto hace mucho tiempo. Es posible que haya sentido miedo de cumplir 40 desde que tuve 20. Un temor irracional a envejecer, a perder el hilo de la contemporaneidad. Una serie de ideas preinstaladas, no sé dónde o por quién, de llegar a una barrera infranqueable entre el universo de la juventud y la belleza, y la decadencia del cuerpo y la obsolescencia de la mente. El año en el que cumplo 40, mi padre cumplirá 60 y mi abuela 80; dos personas que también temen a las cifras; pero que imagino que lo llevan mejor que yo. Mi abuela siempre me repite: “Hago yoga desde que tengo 20 años, eso me mantiene a salvo de todo”. Y yo le creo, porque lo veo. Es posible que haya detenido su marcha en este último año por la pandemia, pero sigue siendo una mujer en extremo activa y lúcida. Mi padre, por su parte, es invencible. Es un ironman. En serio, ironman tres o cuatro veces. De esas personas que duermen poco, entrenan 6 días a las semana desde las 5:00. Mi padre a sus 59 años ha viajado a tres países para cumplir sus sueños atléticos. Corre, nada, maneja bicicleta cientos de kilómetros. Se ha inscrito en varias maratones y su vida y su círculo social, gira en torno a la buena salud de su cuerpo y veo en él, al oír sus relatos, a un hombre realizado, extrañamente joven, siempre. Desde niña recuerdo, que mis tíos y algunos amigos le decían “Dorian Gray”, aún es posible que sea verdad.


En la terapia que inicié el año pasado (en una de las tantas terapias del año pasado), mi terapeuta, la mejor a la que haya conocido en mucho tiempo, me ha iniciado en un camino de aceptación de que la crisis de la mediana edad es una patraña concebida por la sociedad en un afán de disminuirnos, de vendernos productos, de reprimir nuestros deseos naturales, al hacernos creer que estamos muy viejos para llevarlos a cabo. Ella es alemana e insiste en que esto de creerse vieja a los 40 es algo que está ligado a nuestra cultura, que nos ha marcado unos tiempos irreales en los que se debe estudiar, trabajar, tener hijos y retirarse. Me cuesta aceptarlo, porque he sido una digna hija de nuestra sociedad, haciendo todo lo que se supone que se debe hacer, siempre a tiempo.


Durante 2020, sin embargo, en parte gracias al encierro (nunca pensé que sería algo que agradecer) he logrado que mi mente se ocupe de levar ciertas anclas. Poco a poco he visto el lado brillante de los 40 años. Una edad en la que acepto que soy una mujer adulta. Por ridículo que pueda sonar, es una batalla perdida con dignidad. Ese “ser adulta” (que ante todo significa enterarse que le debes mucho dinero a algo que se llama patente, que no sabes qué es, pero que eres suficientemente adulta para pagar) es una fortaleza. Para mí es la despedida de una adolescente que todavía temía por la aprobación de los otros; que muchas veces era incapaz de decir que no, de marcar sus límites con claridad. El límite con la familia; fortalecer el hecho de que mi núcleo ya es otro, y que sobre él, tengo voz y voto. El límite con el trabajo que aunque precario, no se puede seguir aceptando condiciones miserables, (aunque en el Ecuador, esto parece utópico). Los amigos son los que son, un pequeño puñado entre el que me siento segura sin hacer esfuerzo. Llegó el momento de decir, soy la que soy; le guste a quien le guste. Sentir que aunque el proceso de construirme es inagotable, he llegado al fin, a la versión más parecida de mí, que yo quiero, acepto y habito.


Ahora, la declaración de principios, es un asunto intelectual, un tema de la mente, de reacomodar las creencias, de quemar las banderas, de asumirse desde el poder de las certezas, de las ideas. Pero hay otro que no ha sido mirado en ese tiempo, hay otro cuya edad cronológica es quizá más de 40. Ese otro que se sienta y sostiene estas ideas; sostiene esta cabeza que piensa, elabora, elucubra, sustenta, a la velocidad de la luz sin moverse, sin estirarse, sin sentirse. El cuerpo, el gran otro en mi vida. El tristemente olvidado en las buenas y en las malas. El trasnochado, intoxicado, abandonado a su suerte. El que por sano, es invisible, eludible, postergable. El cuerpo, que a pesar de haber dado vida, ha sido siempre vergüenza, muleta, rigidez. Un campo inexplorado de músculos, placeres, dolencias cuyo funcionamiento apenas he descifrado.


Durante el encierro sucedió, que tener cuerpo se volvió algo real. Unos meses antes de la cuarentena mi rutina semanal incluía transportarme entre Quito y los valles, de extremo a extremo, unos días manejando muchísimos kilómetros, otros días tomando dos alimentadores, tres buses y caminando decenas de cuadras para lograr todos mis destinos. Es posible que ese trajín mecánico, haya sido la mejor forma de evadirme, creyendo que me mantenía en forma, y sobretodo aprovechando de un vehículo que no pedía nada a cambio. Pero si empezaba a pedir era cuestión de caminar otro par de cuadras más a la farmacia más cercana, comprar un parche, un puñado de antinflamatorios, una crema en gel de esas que enfrían el calor de un músculo que no puede seguir más; pero sigue. En la vida inmediatamente posterior el movimiento cesó y comenzó otra forma de sedentarismo. Las 14 horas diarias frente al computador. En una silla ergonómica, en un banco de madera, levantando las piernas, arrimando la cabeza, levantando los hombros, acostada en la cama. No hay postura que tolere tanto tiempo de inmovilidad. No hay suficientes compresas calientes en mi casa para todos los lugares en los que siento dolor. La cervical, la pierna derecha, las rodillas. Hubo al menos tres ocasiones en las que quise ir al hospital pensando que el dolor del nervio ciático, podía ser otra cosa, un cálculo, el apéndice, la muerte. Pero la idea de ir, en medio de la pandemia, hacia que soporte el dolor estoicamente, cretinamente. Atorándome con pastillas de amplio espectro, algo que no sé bien qué significa, pero qué al cabo de tres; me devolvían la movilidad y la conciencia de un cuerpo maltrecho, que podía seguir otro poco más.

Durante meses hubo muchas mañanas, que envuelta en tristeza y malestar, sencillamente no podía levantarme de la cama. Le hablaba al “inútil”, molesta. “Oye tú cuerpo levantate y anda, esa computadora no se va a prender sola, esas clases brillantes y esos chistecitos de los que siempre te jactas, no se van a contar solos. Esa mente que puede liderar todo aquello sobre lo que se posa, no va a estar presentable, si no te mueves, maldito”. De dónde viene tanto odio, tanto desdén. Tanta terapia mental y ninguna física. Tanto vivir en la cabeza, tanto estímulo intelectual que me vuelve incapaz de moverme.

He hecho un viaje mental, una vez más, tratando de encontrar algún indicio, alguna pauta del momento en el que perdí mi cuerpo, este cuerpo que ha parido, que ha alimentado a sus crías, que ha sido siempre fuerte y sano, y ha seguido en pie a pesar de su propietaria. ¿Dónde empieza la desconexión y cuando termina?


Regreso en el tiempo a mi cuerpo infantil, a esas sesiones bochornosas de autoexploración, que cuando alguien las notó, cesaron y se volvieron una vergüenza insondable, un estigma. Regreso al cuerpo que menstruó por primera vez, al trauma, al dolor, al silencio, a esa condena que se volvió desde los 13 años. La desinformación, el cuidado de una misma para no hacerse notar frente al mundo, para fundirse y participar de cualquier actividad fingiendo que no tienes una toalla llena de sangre entre las piernas. Hacer invisible el cuerpo femenino, invisible y productivo, siempre. Recuerdo un tiempo después cuando tuve que empezar a usar lentes, un aparato de plástico en la boca para el bruxismo, un corrector de espalda para esa pequeña y naciente joroba, producto del ocultamiento de los senos. Recuerdo encabezar la lista de las niñas más feas del curso.

El cuerpo adolescente tratando a toda costa de calzar en el mundo, de vestirse a la moda, de ser atractivo. Jugando a ser grande en las ridículas fiestas de 15 años diseñadas para hacerse “señorita”, usar zapatos de taco, vestidos largos, maquillaje demasiado pesado sobre los párpados. Todo un simulacro del absurdo. Los padres de la quinceañera que nos servían ron con cola, y luego tratábamos con dificultad de seguir de pie en nuestros zapatitos de taco, guardando la compostura. Las desgraciadas vacaciones en la playa usando un terno de baño enterizo de flores, infantil, como realmente me sentía. Pero haciendo el ridículo para el resto. Bronceando/odiando la blancura extrema de mis piernas, arrancándome los vellos, metiendo la barriga, echándome cualquier menjurje en el cabello para ser rubia. Regreso en el tiempo al cuerpo de la mujer que cree que la iniciación sexual podrá liberarla de las miserias propias; pero al contrario, se vuelve un nuevo calvario de ocultamientos, un redoble de silencios y nuevos estigmas; otra fase de ignorancias. El momento de ponerse en manos de profesionales de la salud (hombres) que inventan enfermedades y curas costosas, al saber que estás sola en esto. Mi cuerpo y la confusión de crecer, la necesidad de sentirme amada, el rechazo a todo lo que aquello implicaba. Al mismo tiempo, el cuerpo que se vuelve un ente productivo, una máquina de trabajo, un sillón ergonómico para el cerebro. El alcohol, los antidepresivos, nunca un divertimento, siempre una forma maquiavélica de tortura, de poner en marcha un plan autodestructivo, la evolución de la criatura automata. Una vida entera de ocultamiento que cesa cuando el cuerpo encuentra un confidente, un amor, un refugio; que rápidamente se altera cuando llegan los hijos.


No hay autoconocimiento que valga cuando tienes una criatura adentro del cuerpo, el gran misterio; los demás órganos aplastados, inclinados, a merced del intruso que se toma todo, que crece, se expande, se nutre, te arrincona. Todo el tiempo oí y leí sobre el empoderamiento femenino a través de la gestación y los partos; pero mi cerebro siempre estuvo más ocupado de entender, que de sentir. Comprenderlo todo técnica y teóricamente.

¿Qué es la intuición? ¿Qué es lo inherente al cuerpo que gesta? No lo podría decir; porque siento que no lo viví. Parí como un animal salvaje, lo recuerdo vagamente. Aullaba de dolor y rechazaba aquello que me hacía tanto daño, un daño mental. No físico. El miedo a ceder, la incapacidad de aceptarse como un cuerpo que se abre y más bien, estar de cabeza tratando de entender, tratando de entender, tratando de entender; algo que simplemente no se entiende, solo se vive con el cuerpo, en el cuerpo, desde el cuerpo hasta el fin.

Resentir aquello, resentirlo todo. Esperar sin paciencia que las heridas sanen para volver a estar en pie, para volver a estar en la cabeza.


Con casi 40 años descubro, casi por error, que existe algo que se llama piso pélvico, que es básicamente el piso de mi humanidad entera. Que está roto, no literalmente roto, pero si bastante fisurado. Inicio una fisioterapia y un tratamiento largo, complejo, pero fascinante. El cuerpo me lleva a un lugar inédito, al descubrimiento de musculaturas ilegibles para la mente; esto sí, de manera literal. Ivonne, la doctora aplica energía a mis músculos y mi cabeza no los siente. La desconexión es tan real, como si toda mi vida hubiera vivido en otra parte. Como abrir una habitación polvorienta llevando una venda en los ojos. Ernesto, el fisioterapeuta, me toma de la mano y me pide que resbale mis dedos por el diafragma, y no puedo, es tan tieso, es como tocar un cuerpo ajeno, es la frustración. Hago la fisioterapia con lágrimas en los ojos y Ernesto e Ivonne a quienes amo, me consuelan y me dicen: “Eres una mujer nueva”. ¿Lo soy de verdad?

Empiezo a levantarme con una motivación. Mi ser sedentario; pero más que eso, mi ser que no se reconocía como un cuerpo; que se había rechazado como un cuerpo femenino, que jamás se había enterado de su poder; sino que lo había entregado por completo a la mente, a las circunstancias, al mandato externo; comienza a estirarse y existir; no sin dolor, no sin ahondar mentalmente en los porqués, en los cómos, en los para qués y en la autoflagelación del: ¿Por qué esperé tanto?

Este es mi tiempo entonces. Estos 40 que vienen con fuego, el fuego interior que resucita, que se enciende de las cenizas de mí y me vuelve más yo que nunca. He debido transitarlo todo para estar de pie, con dolor, pero de pie. Aquí y ahora. De cuerpo presente.


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