Es una tarde cualquiera de fin de semestre en línea. Mis hijos se van a pasar la noche con su abuela y a mi esposo y a mi nos queda la tarde libre. Nos disponemos a calificar, pero decidimos hacer una pausa para estar juntos porque parece que en cuatro meses de cuarentena aunque nos vemos todo el día a todas horas del día, hablamos muy poco. Sobretodo muy poco cómo nos gusta: largo, sin interrupciones y mucha elucubración, risas, acuerdos y hallazgos. La conversación es fundamental en nuestra relación. Habitualmente chismeamos un poco, nos ponemos al día sobre la vida de familiares, amigos, y alumnos. Evaluamos nuestra situación en este momento: emocional, psíquica, económica. Yo hago reclamos sobre asuntos domésticos, él se ríe. Hacemos un repaso al día de cómo nos están saliendo los hijos, a veces en este segmento lloramos un poco, a veces de alegría, a veces no. Hablamos de la historia del siglo XX, una obsesión fascinante. Él me cuenta de una película, yo de un libro, hablamos de rock, inspeccionamos de manera autocrítica si nuestros hábitos alimenticios están por debajo de nuestras expectativas en cuánto al bienestar, mientras repetimos helado con otro café.
Sin embargo, ayer hubo algo diferente en nuestra habitual conversación. Él me oía y yo erráticamente pasaba de un tema a otro, sin poder sostener la atención en ninguno. Mientras él lavaba los platos, mientras tomaba el café, mientras arreglaba cosas en su escritorio, yo era una metralleta de información, temas, opiniones, ideas, emprendimientos, pequeños saberes, nada concatenado entre sí. En algún punto le dije: “Creo que estoy hablando demasiado” a lo que él no respondió nada, entonces seguí. Quizá era el entusiasmo de hablar sin mis hijos interrumpiendo cada palabra, el deseo de robarme toda su atención y decirlo todo. Un cierto entusiasmo posiblemente auspiciado por la posición de los astros y mi posición en mi ciclo menstrual (nuevos temas en los que indago, sin profundidad y a él le toca aprender de inmediato).
Después de muchas horas, ya hemos visto el atardecer en la cocina y prendido la luz, finalmente me quedo en silencio o hago una pausa, al menos. Me toma un buen rato recuperarme de haber hablado varias horas imparablemente y parece cómo si mi marido al fin pudiera respirar también, cómo si hubiera estado de manera sostenida ahogándole debajo del agua. Es verdad que soy una conversadora intensa alegre, tiendo al humor y la mímica, pero en esta tarde he parecido posesa. Yo misma me doy cuenta, cuando al fin me callo, siento cómo si hubiera estado en trance.
Trato de recapitular y me cuesta trabajo. Cuánta dispersión en los temas, en el paso radical de una emoción a otra, en las imágenes fabricadas a medias, las historias inconclusas, las verdades a medias. Puede ser un síndrome adquirido en el confinamiento. Pero creo que es algo más. Analizo mi comportamiento y aunque me cuesta llegar a una idea que tenga sentido, en un segundo de lucidez descubro lo que me ha pasado: mi conversación, mi estado alterado, la información que comparto está toda atada a mi consumo elevado, adictivo y también errático de tecnología y de redes sociales.
Dejo de moverme por toda la casa mientras trato de completar una idea.
Mi pobre marido tiene que sentarse. Ya es de noche cuando nos sentamos los dos y empiezo ahora a hablar de este tema. Pero estoy más calmada, empiezo a hablar con pausa, frenando un poco la euforia, el impulso y el desvarío; y también le dejo hablar a él, algo que no había pasado en toda la tarde. No hace falta decir que mi marido no consume redes sociales y tiene su teléfono siempre conectado en el mismo lugar mientras suena música.
Con esfuerzo me doy cuenta que en mi comportamiento alterado de esta tarde, he replicado lo que implica pasar durante muchas más horas de las que puedo contabilizar, mirando redes sociales. El perpetuo scroll del que me he vuelto una completa esclava, a puesto mi cerebro en modo scroll también, es como si con mis dedos apretando levemente mi cerebro, como la pantalla de un teléfono inteligente, hicieran el gesto este tan propio de nuestro tiempo de, con dos dedos índice y medio o incluso solo con uno, un aleteo rápido de abajo a arriba y de izquierda a derecha. A esa misma velocidad de segundos entran en mi cerebro cientos de noticias, eventos, historias, comentarios, opiniones, sobre los más diversos temas y emulando ese ajetreo que del mismo modo salen de mi.
En un día normal me levanto por la mañana, y aunque he hecho un pacto de no dormir con el teléfono en el velador, me levanto de un salto y antes de buscar mis lentes, salgo de la cama a mi escritorio a buscar el celular. Mientras todos duermen es mi primera actividad. Me acuesto de nuevo y puedo pasar una hora haciendo scroll. Consumo internet, creo que ni siquiera puedo decir que leo cosas, porque muchas veces solo las veo y aparentemente se quedan impregnadas en mi cabeza esas ideas a medio a leer, esos contenidos sin descifrar que después repito en la conversación. Veo noticias del covid, historias de todo tipo, sobre la enfermedad, sobre hospitales y enfermeras, sigo todos los sucesos del feminismo, veo cosas sobre huertos, sobre películas, sobre gente que opina de política, sobre el uso de la bicicleta, memes de memes de memes, que me llevan a “investigar” sobre qué le pasó a Will Smith (su esposa salió con otro). Veo gente haciendo deporte, veo gente burlándose de eso, se lo que comió alguna persona que no estoy segura de sí conozco en la vida real. Veo perritos y chanchos mascotas de veganos, veo mascarillas que contaminan el mar y las miles de ofertas de educación en línea, veo poesía, a veces las leo completa, posteo cosas, y noto por los comentarios que me hacen que muy poco las leyeron completas. Veo que mercurio está retrogrado, no sé que significa pero lo repito en mi conversación porque suena gracioso y útil, y quién sabe, necesario, repetirlo solo decir en voz alta todo lo que consumo durante horas en las pantallas sin comprenderlo del todo.
Me encuentro diciendo todo el tiempo cosas como: “Es que dicen por ahí…”, generalizo, hago verdades armadas uniendo fragmentos de cosas que ni siquiera sé si son reales y las repito. He caído incluso en prácticas que yo misma he criticado tantas veces a mi madre o a mi abuela, pidiéndoles que solo compartan información verificada. Pues qué más da, yo no se que es verificable y en este punto, si los diarios repiten al día siguiente lo que leen en redes, parece que ellos también han dejado de ser una fuente confiable.
Siento una alteración qué, aunque puede ser propia de mi carácter, me supera. No es solo el repetir robóticamente temas vistos por ahí sin criterio, sin orden, sin sentido. Sino que también siento el caos en mi mente. Me duele un poco la cabeza. Me cuesta ordenar las ideas, profundizar en ellas, me aburro rápidamente de algo en mi monólogo infinito y entonces cambio rápidamente de tema. Es como no terminar siquiera de ver una historia de instagram que dura 30 segundos. ¿Quién tiene 30 segundos que le sobren? Siguiente siguiente siguiente siguiente. Lluvia de ideas, me gusta, me importa, me enoja, me divierte. Nunca en la vida real puedo pasar tan rápidamente de una emoción a otra en ningún contexto.
En una sola tarde me vuelvo un experimento. La mujer que vio su teléfono 87 veces al día según una estadística poco fiable, y que se comporta como una extensión de su teléfono. Soy una réplica humana del comportamiento errático de todo aquello que no sé, ni conozco, pero que repito a grandes velocidades.
Hace poco mi hijo menor tuvo un pequeño colapso nervioso y después de mucho analizar el contexto detectamos que había sido porque en ese día en particular, le habíamos permitido usar el celular para jugar, mucho más tiempo que los otros días, porque estábamos ocupados. Eso nos llevó a una serie de nuevas reglas en casa, pero qué aparentemente solo se aplican a los niños. Porque según los estudios en niños y adolescentes, ninguno concluyente porque se han empezado los estudios hace muy poco, se habla de daño cerebral, tumores, además de los evidentes cambios de comportamiento, ánimo, humor. Se habla de cómo los aparatos generan ansiedad y crisis de abstinencia. Lo he presenciado y eso que mis hijos tienen un consumo limitado. Sin embargo, no lo había podido ver en mi. Me ha bastado con esta tarde de cortocircuito cerebral para darme cuenta que padezco de ansiedad y confusión por el uso de aparatos, en especial del teléfono.
Cómo adultos justificamos el uso constante del teléfono para todo. En mi caso, si mis hijos me dicen: “Mamá deja el teléfono” les digo, es que estoy respondiendo algo urgente de trabajo. Si estoy cocinando tengo el teléfono, porque estoy viendo la receta, y si estoy en la ducha tengo el teléfono a lado porque pongo música, y si estoy jugando con mis hijos tengo el teléfono a lado por si me llama alguien, y si voy a meditar lo hago con el teléfono porque ahí está la app para hacerlo, y no hace falta decir que ahí está todo el contacto social con el mundo externo, porque es el 2020 y todos sabemos de qué se trata esto.
Pero existe de verdad una justificación para estar pendiente del teléfono todo el día hasta el punto que tu cerebro empieza a reproducir el mismo comportamiento disperso: pasa del correo, al Facebook, a las fotos, al mail de nuevo, al Whatsapp, una llamada, la música, Facebook de nuevo, Messenger, todo esto en un gesto compulsivo y vacío.
Me pasa cada cierto tiempo que analizo mi consumo del celular y mi uso de redes. Me he salido de un par; pero eso no quiere decir que haya sido sencillo. De vez en cuando hago trampas y las reviso; porque quién sabe podría estar perdiéndome de algo.
Tengo mis picos cómo ayer y tengo días enteros (nunca tanto) sin usar ni el celular, ni la computadora. Pero cuánto de este uso plenamente adictivo al que me he entregado puede ya haber dañado mi cerebro de manera irreversible, eso no lo sé con certeza. Cuánto tiempo me tomaría recuperar mi habilidad de ejecutar una tarea completa sin interrumpirla para contestar un mensaje, hacer una foto, ver un meme. Me asusta pensar que mi ansiedad por responder, mi deseo de conexión, mi justificación de ser eficiente con mi trabajo, ser atenta con mis amigos, saber lo que sucede en el mundo a cada segundo, recibir validación de la comunidad y afecto instantáneo vaya a acabar con mi habilidad de pensar ideas enteras, hacerme un criterio de las cosas, sentir una emoción de largo aliento, poner atención al aquí y al ahora.
Quizá no todo el mundo experimenta esta relación tan adictiva con su tecnología, pero he descubierto que yo sí. Incluso se me ocurrió mirar en retrospectiva. Me desdoblo y me miro a mi misma moviéndome en mi vida con el teléfono en la mano. Y me doy cuenta que he tenido una mano ocupada durante varios años, siempre. Camino por la calle con el celular, no importa si es por música o por lo que sea. Manejo con el celular en la mano, no puedo ni siquiera elaborar sobre esta idea, porque sé que está mal, en mil sentidos.
Si solo reemplazara por ejemplo el celular con un cigarrillo o con un vaso de vodka, solo para poder dimensionar la adicción y ponerla en perspectiva. He atendido y cuidado a mis hijos durante 9 años con un vaso de vodka en la mano, bebiendo ávidamente de él. Sea que les hacía fotos, o que conversaba con alguien acerca de ellos, o que trabajaba, mientras les cuidaba. El teléfono estaba ahí. Ha sido el otro integrante de mi familia durante todos estos años y su presencia se ha radicalizado en este tiempo de cuarentena. Ha dejado de ser el compañero “silencioso” y se ha vuelto el intruso, el que absorbe toda mi energía. Si hubiera sido vodka, hubiera estado borracha y alguien habría notado en todo este tiempo que era una madre alcohólica por ejemplo, y ya alguien hubiera hecho algo para detenerme. Pero como es el celular, y no hay estudios concluyentes y el daño es invisible, y es la puerta al mundo y es dónde están mis amigos y es dónde aprendo, y es dónde cuento mis pasos, entonces está bien. Está bien tener una mano siempre ocupada.
Vi hace poco una película hermosa con Annette Bening, que se llama Mujeres del siglo XX. Ella es un personaje entrañable, una madre hermosa, una mujer crítica de su tiempo, libre pensadora y fumadora. Su hijo la mira y desde muy niño le dice: “Te estás matando madre”. Y ella lo evita. Su vida hermosa deja mucha huella en su hijo y en los demás, pero muere muy joven de cáncer de pulmón. En su tiempo no existía la claridad de hoy, sobre el efecto del tabaco en la gente, hasta que empezaron a morir de eso y ya era un poco tarde para revertir el daño.
El otro día mi hijo, el más pequeño (y mi pequeña debilidad) me escondió el teléfono. Travesura o llamado de atención. Nunca confesó haberlo hecho, pero todos supimos que lo hizo y solo me lo devolvió rendido, cuando después de 12 horas yo lloraba inconsolable. No sabía porqué lloraba. Porque había dejado alguna conversación sin responder, porque debía ver algo urgente, que no recordaba que era… lloraba porque tenía una crisis de abstinencia y era incapaz de ver el gesto de mi hijo, como Annette Bening era incapaz de ver el gesto del suyo, cuando intentaba romper su cajetilla de cigarrillos.
Soy Paulina Simon y soy adicta a mi celular. No es vodka. Soy una persona buena, una madre atenta, una mujer trabajadora, una ciudadana promedio. Pero mi consumo me está empezando a devolver una imagen de mí que desconozco. Necesito hacer algo para poder parar. Quizá es el momento de unirme a John Lennon en su método y ponerme en modo “Cold Turkey” y ver qué pasa después.
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