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Foto del escritorPaulina Simon T.

Tan profunda la conexión, tan vacía la imagen

En un mundo desbordado por las emociones que se producen en cada click, en cada nano segundo, en cada vez que haces un match en Tinder; en cada sesión de reels de Instagram o shorts de Tiktok. La vida pasa a toda velocidad frente a los ojos.

Revisas el reloj y son las 11 de la mañana. Sigues en pijama sintiéndote agotado por la maratón de Netflix de anoche que es todo lo que se necesita para pasar un domingo en casa. El tiempo frente a una pantalla es infinito. Te sientas al pie de la cama, con la cabeza inclinada y tu espalda formando un signo de interrogación. Agachada, sometida a tu teléfono y a todas las emociones rápidas que genera. El tiempo pasa volando, sin embargo, no te has movido por horas.


Aprendiste sobre las reglas del procrastinador en la cuenta pagada de un coach de motivación personal. Viste a una mujer a la que se le regaba la sangre menstrual por las piernas en un acto ritual. Leíste sobre una denuncia de acoso sexual, que se resolvió a favor del abusador. Aparece un post sobre la nueva tendencia de acoso en Corea que se llama Acoso del semén, hombres que eyaculan sobre las propiedades de mujeres: su taza de café en la oficina, su mochila en la escuela, sus zapatos en el metro. Siguen los reels y hay una bebé que tiene millones de likes, su mamá le enseña trabalenguas y palabras largas en portugués, y ella las repite con la mayor dulzura que pueda existir. Continúa un reel sobre mujeres que trabajan en una fábrica de medias en china y realizan un trabajo manual casi imposible de imaginar y a toda velocidad. Una imagen que recuerda a Charles Chaplin en Tiempos modernos cuando ajusta las tuercas de una maquinaria en movimiento. Cambias de aplicación. No tienes notificaciones, inicias cualquier conversación con alguien que pueda estar disponible para chatear un domingo por la mañana. Pasas a Facebook, siempre es lo menos interesante. Dice que tienes 35 notificaciones. Ninguna realmente es a ti. Tu amigo Juan le dio like a tu amiga María. Fulano ha transmitido en vivo. Mengano pide que le des like a su página de galletas artesanales. Facebook es lento y por más que scrolleas sigues viendo las mismas cosas y uno que otro anuncio que debes apagar porque te parece irrelevante. Cada vez más, en Facebook los comentarios vienen de tías abuelas, que siempre te mandan la bendición y te dicen por el nombre que te decían de niño, Robertito. La gente escribe cosas largas, no lees ninguna. La gente da mucho el pésame también en Facebook, con eso de que el target de Facebook es ahora, mayores de 65. Pasas a la app de Pacer encargada de avisarte que solo has dado 113 pasos en lo que va del día. Regresas a Instagram y lo que aparece primero es la publicidad sobre cómo adelgazar sin hacer esfuerzo con un programa que se llama Noom. Se ve tan convincente, pero el último que compraste de la mujer de los glúteos de acero, se quedó en la segunda lección y para la tercera, ya te habías lesionado la rodilla.

Vas a Uber Eats, de tanto ver a la gente trotando podrías ocupar ese cupón en KFC, total es domingo. Regresas a whatsapp ninguna de las conversaciones que iniciaste produjo resultados. La gente aparentemente tiene vidas. Vuelves a las historias de Instagram, a esta hora todo el mundo empieza a subir fotos de sus fiestas, de las mesas llenas de trago, de gente bailando. Siempre muteados. Imposible ver historias con sonido, una aberración. Subes una foto con filtro cobrizo. Con gifs de brillantina alrededor de la cabeza y un Sunday volador que se cruza delante de las ojeras.

La siguiente es una publicación con la lava del volcán en la isla de la Palma. Es tan real, se ve tan cerca, lava, como te la imaginabas de niña. Cómo pensabas que sería la lava del Cotopaxi cuando llegará hasta el Valle de los Chillos. El siguiente post es sobre Timothée Chalamet. Una cuenta analiza el perfil del actor porque representa la redefinición de la masculinidad hollywoondense; los comentarios siembran odio sobre la idea de “nueva masculinidad”, a quién se le ocurre esa aberración. A continuación, viene Liam Nesson a hablar de parte del Worldfoodprogramme y muestra la hambruna en el mundo. Después viene un reel sobre rollos de canela veganos. Todavía no es la 1, sigues sentada en la misma posición. Piensas, ya llegará la comida. Debería bañarme. Caminas hacia la ducha con el teléfono en la mano. Pasas de una aplicación a otra. Revisas el correo. Conectas el teléfono con el parlante, pones música. Te bañas. Sales tomas el teléfono con las manos húmedas. Sigue sin haber nuevas notificaciones. Te quedas mirando historias sobre calentamiento global; el segundo lago que se seca por completo en Bolivia; una mujer que baila ballet en un campo de amapolas. Domingo por la tarde casi noche, empiezan a aumentar los posteos sobre procrastinación. En forma de memes, en forma de publicidad sobre aplicaciones que puedes usar para optimizar tu tiempo. Sientes la cabeza pesada, los ojos cansados. El día está por terminarse. Te metes en la cama y tomas la valiente decisión de apagar el teléfono. Es una decisión radical a las 8 de la noche. Pero puedes ver los últimos episodios de Sex Education que te quedan pendientes; pero mejor abrir un libro o hacer alguna de las tareas pendientes. Imposible, no tienes cabeza para eso. Leer. Sí, ese libro que tienes en la maleta hace semanas. Empiezas el libro, pero estás muy cansada. Te duermes.


Es difícil saber si existe suficiente evidencia sobre el daño cerebral que ha causado en los últimos años el consumo permanente de los teléfonos celulares, y pantallas portátiles en las personas. Mucho se habla de los trastornos en la población infantil y adolescente; y es presumible que todo eso se replique en el cerebro adulto, además del riesgo de cáncer por la radiación que emiten los celulares y las ondas producidas por la señal de wifi. Cada vez más los humanos vivimos pegados a nuestros teléfonos, y postpandemia, la digitalidad ha aumentado aún más, porque decenas de tareas que se podían hacer manualmente o mentalmente ahora se hacen en el teléfono. Sin contar con todos los trámites que también se hacen virtualmente y todo el trabajo; y las notificaciones del médico, y las claves del banco y los links de zoom a las sesiones de clase, a reuniones, a charlas, a citas con el terapeuta. ¿Puede una persona apagar su celular durante un mes? ¿Una semana? ¿Un día entero? Las estrellas de cine hacen detox de consumo de teléfono, pero luego cuando el détox acaba lo anuncian todo a través de sus redes sociales con el hashtag #TBT.

¿Tenemos las personas la posibilidad de renunciar a la hegemonía de nuestros teléfonos y a la velocidad con la que las imágenes se propagan y las noticia se mezclan y se combinan y toda la información deja de ser relevante, pero a la vez imprescindible?

Moverse en las redes, moverse sin haberse realmente movido en todo el día. Vivir la vida a través de la vida de otros, muchísimos de ellos que no sabes quiénes son. Vivir la risa a través del ritmo imperativo de tik tok en el que la banalidad produce el embrutecimiento. En dónde puedes pasar horas viendo a un hombre que actúa de sí mismo y de su madre; un peluche de Mickey Mouse con acento peruano; las mejores actuaciones de millones de influencers que semana a semana cambian la tendencia del humor, la moda, la música; mientras hacen videos sobre como se depilan las axilas con cera o hacen retos de comer golosinas.

Si antes había cierta resistencia hacia la tecnología, las redes y los teléfonos, era una cuestión que molestaba o criticaban solo las personas mayores; como si se tratara de una distracción solo de adolescentes; hoy en día el espectro de uso ha crecido. Hay un dispositivo y redes para cada edad. Hace poco una cuidadora de personas mayores contaba que “los viejitos” que tienen a su cargo, pasan muchas horas viendo cosas en sus celulares y desde que lo hacen, están más entretenidos y menos desconectados de los demás. Esto, porque los demás ya estaban todos conectados, y ellos han ido en su busca al ciberespacio. Abuelos que han aprendido a usar whatsapp para poder buscar a sus nietos, escribirles y enviarles bendiciones en forma de stickers.


¿Será factible seguir aprendiendo del mundo cómo lo hacíamos antes? Una pregunta sin el afán de generar resistencia entre el mundo tangible, lo analógico, las formas de ser y aprender antes, sin hacer un discurso sobre sí antes era mejor o peor, más fácil o más difícil. La cuestión es preguntarnos cómo y cuánto estamos cambiando. ¿Es posible para un adolescente que ha pasado un año y medio estudiando mediante pantallas o viendo Tiktok en lugar de asistir a clases, volver a conectar en la presencialidad?; pero más que eso, pueden conseguir que sus cerebros se queden atados a un pupitre mientras sus ojos y sus manos buscan nerviosamente el teléfono debajo de la pierna, en el bolsillo, dentro de la mochila. Quizá si sus maestros dieran las clases en Tiktok y estas alternaran con el hombre que se disfraza de pollo y baila; y las novias que huyen del altar y la mujer que hace abdominales y Billie Eillish con su rubia cabellera. Mientras simultáneamente aplastan con sus dedos sus pop it (un rectángulo de silicón con unas bolitas que se hunden cuando las aplastas y están diseñadas para quitarles el estrés de las pantallas y de los videojuegos a niños y adolescentes. ¿Para qué sirve? Le pregunté a una niña y me dijo, no sé, pero es lindo porque está de moda, y las cosas de moda son lindas.


“Una imagen vale más que mil palabras” y la Wikipedia dice de este dicho, que se empezó a usar en el periodismo y en la naciente publicidad en los cincuentas, y que parafrasearon a Ibsen, el dramaturgo, quien a principios del siglo XX había dicho: “Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción”. No hubiera creído Ibsen que el plagio y parafraseo de su bella frase se hubiera convertido en una verdad absoluta y que la acción se iba a reducir a los movimientos ansiosos del dedo índice de abajo arriba sobre una pantalla de cristal.

La imagen es la única que capta la atención del ser humano en la virtualidad. La imagen rápida, la que pasa de un tema a otro, la que es realista, pero irreal, la que aproxima a los fanáticos a sus dioses. Amanecer para ver cómo amanecieron tus ídolos y todo lo nuevo que hay en el mundo, y si un influencer transmitió en vivo mientras dormías. ¿Cómo vamos a aprender cuando ya no tenemos paciencia? ¿Cómo vamos a leer? Si los ojos se nos cierran frente a un libro porque no emite la misma luz que el teléfono que es la nos mantiene despiertos. Un profesor amigo decía que para volver a dar clases presenciales e híbridas. Empezó a transmitir en el aula su imagen en una pantalla grande, y entonces quienes tomaban la clase presencial podían ponerle atención porque le veían a través de la pantalla.

Vivimos en un tiempo en el que es difícil diferenciar entre una adicción, la conveniencia, la costumbre, la contemporaneidad, una fábula orwelliana como tantas veces se ha dicho. Es tan profunda la conexión, y tan vacía la imagen. Es un momento para los historiadores, para los antropólogos, para los científicos para comprender el fenómeno al que nos hemos anclado como humanidad. Cómo evolucionarán nuestros cerebros y sus conexiones neuronales, cómo evolucionarán nuestros pulgares para chatear mejor, y nuestros cuellos doblados a la altura de los hombros, refundidas nuestras miradas miopes sobre un dispositivo. Cómo aprenderemos mejor, cómo encontraremos pareja, cómo cultivaremos nuestro interés por el mundo. Son preguntas que se pueden hacer en la sobremesa, mientras el teléfono que está a lado del pocillo del ají, capta todas nuestras dudas, para que los algoritmos puedan ofrecernos respuestas en forma de publicidad en las próximas horas que le dedicaremos a nuestro amado dispositivo, seguramente antes siquiera de terminar de levantar la mesa.


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