¿Cómo se conoce a una persona?
¿Puedo decir que conozco a alguien de verdad?
¿Existe una forma de saberlo?
Se me ocurren algunos factores:
El tiempo. Conocer a una persona por décadas y seguir en contacto con ella hasta la actualidad me hace pensar que la conozco bien, o mejor que otros. Sus frustraciones y hasta la forma en que toma decisiones me resultan reconocibles incluso a la distancia.
El contacto. Hay muchas personas a las que conocemos menos tiempo, pero con quienes llevamos una relación intensa en la cotidianidad y esto nos hace sentir que, al conocer sus rutinas, las conocemos a ellas.
La intimidad. Conocer a una persona es saber uno de sus secretos; algo que no le contaría a nadie más, pero te lo ha confesado. Esa ofrenda te permite conocerla o creer que la conoces.
Si pudiéramos apoyarnos en antigüedad, contacto e intimidad a la vez, podríamos decir que verídicamente conocemos a esas personas casi tanto como nos conocemos a nosotros mismos. ¿Y qué hacemos con las personas a las que conocemos? Establecemos un vínculo que es el que nos permite subsistir en un mundo de anonimatos, soledades y desconocimientos.
A esas personas que conocemos se suman aquellos que han ingresado a nuestra vida de manera aleatoria y se van uniendo a nuestro camino, a nuestra cotidianidad, a nuestro universo virtual, a nuestra mitología personal.
Desde que inició la pandemia me hago esta pregunta: ¿Qué es conocer a una persona? ¿Es mirarle a los ojos o es escuchar su voz? ¿Es oír sus pensamientos en voz alta o es ver su movimiento corporal? ¿Es sostenerle la mirada o reconocer algo familiar en su forma de abrazar y de moverse? ¿Es leer sus palabras en un teléfono? ¿O leer sus opiniones en redes sociales?
Si antes me hacía estas preguntas y ya entonces era difícil encontrar respuestas, en este tiempo de distancias y mascarillas los obstáculos se han incrementado considerablemente. Las habilidades que se requieren para conocer al otro son también otras. Nuevas barreras y retos: una pantalla que nos separa, el ancho de banda de cada uno, la señal, el 3g, el 4g (o como en mi caso, edge; es decir, casi sin señal). Una mascarilla nos separa, algunas mascarillas amables, otras mascarillas que cubren un porcentaje tan grande del rostro que el reconocimiento es casi imposible. En ese caso, ¿qué me queda? Me quedan los ojos. ¿Cómo puedo saber si los ojos son suficiente para conocer a una persona?
Pese a todas estas dificultades, en 2020 conocí a personas a las que he llegado a estimar profundamente sin haberles visto nunca la boca, los dientes, la sonrisa. También siento que conocí a algunas personas a las que en toda la vida de nuestra relación solo había visto a través de Skype, en una imagen pixelada y con una voz robótica, pero que llegaba a mis oídos como un mensaje claro que podía reconocer y comprender.
Durante un año he dictado todas mis clases en línea. Eran muy pocos los estudiantes a los que había conocido antes en persona. Inició un semestre y luego otro, y han pasado al menos 150 personas a las que he conocido de manera virtual. Habrá algunos que para mí pasarán a la historia como un cuadrado negro con un nombre escrito en él y con un micrófono muteado: en silencio. Habrá muchos a los que no podré cumplirles la promesa de conocernos en persona, de tomarnos una cerveza, ¿para qué? Los códigos del tiempo que compartimos juntos habrán sido otros, diferentes a los del mundo presencial (para qué forzarlo). Fueron esos semestres que casi no existieron, y en los que una vez por semana nos reuníamos vía Zoom, Teams, Meets, a hablar de todo lo que nos parecía importante del cine y de la vida, de una foto, de un documental, y eso parecía que era conocerse, sentir contacto, tener cosas en común.
Nos reímos con al menos seis o siete con la cámara prendida y entonces, los conozco… creo. Durante dieciséis semanas los conozco. ¿Podría reconocerlos en la calle?, ¿o acordarme de sus nombres? Los sabía de memoria siempre y cuando correspondían a un recuadro en una pantalla dividida y eran fáciles de memorizar. Nombre, apellido, apodo.
Sin embargo, he conocido a muchos y de muchos modos. A algunos por un video nítido en su escritorio, en su casa; a otros por su video pausado y su voz entrecortada mientras caminan por la calle; a otros por su foto, o su fondo, una enorme cantidad de otros a quiénes solo conocí por su voz. Y luego, mientras pasaba horas corrigiendo y leyendo y viendo sus dibujos, intervenciones artísticas hechas de mala gana, ensayos, fotos, videos cargados de su idiosincrasia, sentía que conocía algo de lo que llevan dentro.
En una clase que dicté en algún momento del año pasado, luego de hablar de arte religioso, les pedí que hicieran un exvoto, sin importar que fueran personas de fe o no. Les pedí que agradecieran por cualquier suceso de su vida, a cualquier deidad o criatura, energía o lo que fuera, en el formato de un exvoto, es decir, con dibujos, pintura narrativa o incluso collages. Solo un par, aquellos practicantes de religiones más estrictas, se negaron a participar en este juego, que les resultaba ofensivo, y se abstuvieron de realizar la tarea. Los otros abrieron un abanico infinito de credos urbanos, místicos, de la cultura pop y cuentan sus historias. “Agradezco a la Santa de las Amigas, por haberme rescatado en mi primera borrachera”. “Agradezco al Divino Niño porque mi familia no ha tenido covid y aún podemos pagar la universidad”. “Agradezco a la Virgen del Quinche porque antes de la cuarentena sufrí un accidente de tránsito en el que me rompí varios huesos y pude hacer mi recuperación con toda mi familia ayudándome en casa”. “Agradezco a san Stan Lee por todos los cómics, por todos los superhéroes y por las películas infinitas que se pueden hacer gracias a su legado”. De estas ideas a mí me llegaban las fotos de dibujos hechos a mano, algunos bastante infantiles, otros con mayores recursos artísticos, todos con entusiasmo. Collages con imágenes de revistas pegadas en una cartulina o digitales, hechas con mucha habilidad. Mientras calificaba sentía que había conocido algo de cada uno de ellos, algo íntimo en ciertos casos. ¿Se puede entonces conocer a alguien, dejar que su historia toque una fibra en ti, aunque nunca hayas visto su cara?
Me pregunto estas cosas con la inocencia de una persona que nunca ha tenido cuenta de Tinder, OkCupid o Match. Hace muchos años que no chateo con un desconocido y si lo hago con un conocido es con la intención de pedirle que traiga más pan.
Todavía están vigentes en mi mente ciertos sms de principios de los años 2000 en los que parecía que una conocía a una persona en 140 caracteres: la virtualidad y la gran búsqueda del otro, la búsqueda de saber a quién y cómo conocerlo. En 2020 y lo que va de 2021 he conocido a un poco más de cien jóvenes universitarios de entre dieciocho y veintitrés años de Quito, Machala, Riobamba, Cayambe, Tulcán, Ambato; hombres y mujeres, gais, personas no binarias, youtubers, niños bien, chicos pobres, chicas tímidas, mujeres indiscretas, personas inteligentes, amantes del manga, del anime y de todo lo que tenga ojos rasgados; cantantes de K-Pop, fans de Tarantino, evangélicos, hinchas del Barcelona; el que se conecta a clases después de un porro, el que toma notas. Me mantiene viva conocerlos. No sé si los conozco o si solo conozco sus avatares, pero reconocer la huella de su humanidad en mí, en el mundo, en esta pandemia de porquería, me hace sentir más humana.
Durante tres meses hice un tratamiento de fisioterapia que fue presencial. Al comienzo, mis dos doctores y yo entablamos un diálogo amigable enfocado en la naturaleza de mi tratamiento. Luego cada semana se abría una ventana y comenzábamos a hablar de películas, de libros, del campo, de las flores del taxo, de las aves de Quito, de las orquídeas y las ideas de superación personal. Durante este tiempo intercambiamos mensajes, libros, películas, pequeñas historias personales. Los tres compartimos tiempo con nuestras caras tapadas, con gorra, con mascarilla (a veces doble mascarilla) y sin tocarnos. Saludando a la distancia con la mano en alto. Con el paso de las semanas a veces nos dábamos una palmada en el brazo, o en el hombro, hasta que cerca de Navidad y del fin del tratamiento, no pudimos evitar darnos un abrazo bañado en alcohol. Yo miraba en mi teléfono sus fotos de perfil de WhatsApp para verles las caras y hacerme a una idea de cómo son cuando están “completos”. Reconozco sus voces, algunos de sus gustos, los confesados y los que son fáciles de deducir; sus ojos que miran siempre con mucha franqueza y a veces algo de preocupación. Hice nuevos amigos a quienes conocí sin conocer; hasta que finalmente, como suele surgir del deseo de saber más, decidimos vernos en persona. Vinieron a mi casa, sin sus mandiles de doctor (mis hijos imaginaban que vendrían dos doctores con bata y estetoscopio, se decepcionaron un poco). Con el cabello suelto, con un aire tranquilo. Fuimos cautos en esperar a que fuera inevitable tomar un vaso de agua, hacer un brindis con una cerveza para finalmente descubrirnos la cara y vernos por primera vez “completos”. Casi con el deseo de quedarnos mirando, pero con un poco de pudor de hacerlo en exceso sin que parezca raro. Conocer a alguien es escucharle hablar.
Desde que inició la pandemia me hago esta pregunta: ¿Qué es conocer a una persona? ¿Es mirarle a los ojos o es escuchar su voz? ¿Es oír sus pensamientos en voz alta o es ver su movimiento corporal? ¿Es sostenerle la mirada o reconocer algo familiar en su forma de abrazar y de moverse? ¿Es leer sus palabras en un teléfono? ¿O leer sus opiniones en redes sociales?
En medio de la pandemia nos convertimos en vecinos de una pareja de amigos en las afueras de Quito. Aislados: cuatro adultos, cuatro niños y seis perros, cinco de ellos y uno nuestro, y una cancha de fútbol y un lugar donde usar Internet cuando en nuestra casa no hay. Y de pronto en esa ritualidad de lo cotidiano siento que nos conocemos por primera vez. Nos hemos visto la cara y compartido, desde hace siete años, pero ahora, en el aislamiento y con los hijos crecidos, nos conocemos nosotros. Me entero que él odia su profesión (es abogado) y cree que por eso es hipertenso a sus 34 años, demasiado joven. Yo quiero darle una solución porque realmente lo quiero, pero no la tengo. Mis hijos se sientan a su lado y le preguntan por una cicatriz y nos cuenta a todos la historia y entramos en su infancia, esa que no conocimos y que tampoco podíamos imaginar.
Está también en este tiempo mi familia de origen, a la que siempre creo que conozco demasiado bien, pero de la que también sé muy poco. Cuando tomo distancia y luego reconecto, es cuando siento que me permito volver a conocerlos en su forma de ser y de influir en mí. Están mis suegros, ambos han fallecido ahora; y nunca los conocí bien por lo que fueron, hasta que empezamos a desmantelar en equipo su enorme casa repleta de cachivaches. Mientras lo hacemos, mi marido y mis cuñados reconstruyen a estos dos seres, que ya son mito, en la belleza de sus mejores años. Vestidos con sus mejores ropas, con peinados a la moda, viviendo la mejor vida que se podía vivir siendo jóvenes en los setenta, viajando y criando a sus hijos; en los ochenta, prosperando y disfrutando de su vida social; gozando de los nietos en los noventa. ¿Cómo conocer a una persona en ausencia? Abriendo sus cajones, viendo todas las obras religiosas que tiene colgadas en las paredes de su casa, qué libros leía, cuántos juegos de vasos y de juegos de té hay en su aparador. “Te acuerdas cuando mi papá compró esta puerta”. “Te acuerdas cuando mi mamá armaba el pesebre en esta mesa”. Cada seña particular dejada en cada objeto de una vida que creíste conocer y apenas pudiste intuir.
¿Cómo se conoce a una persona?
Viéndole la cara, tomándole la mano, leyendo sus mensajes de WhatsApp y oyendo sus notas de voz; leyendo las cartas que se escribió con otros, escuchándole a través de un teléfono fijo o incluso en esos mensajes telepáticos universales, tipo: te he estado pensando. Aquello que conozco del otro, por pequeño que sea, hace que mi paso por este mundo en pandemia sea menos desbordante y más real.
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