No puedo predecir nada. Pero en este momento, mientras estoy sentada escribiendo y se me llenan los ojos de lágrimas, quisiera imaginar que, en uno o dos meses, cuando estés leyendo éste artículo, todo esto que estamos viviendo ahora, haya pasado. El mundo no habrá vuelto del todo a la normalidad, pero posiblemente hoy puedes caminar de nuevo a tu oficina, ir al parque el próximo sábado, pasear al perro, tomarte una cerveza con amigos (cada uno con su botella, eso sí) a quienes puedes abrazar, recorrer la ciudad en bus, llevar a tus hijos a la piscina y a la escuela. Ojalá hoy puedas estar dónde quieres estar. Libre.
Estamos en el séptimo día de la cuarentena por la amenaza del Coronavirus en el Ecuador. Mi esposo y yo fuimos de los primeros en acatar el encierro, tenemos hijos pequeños, somos profesores universitarios y los recintos estudiantiles fueron los que con más urgencia debieron cerrarse para evitar propagaciones masivas en la ciudad.
En mi familia jugábamos seguido a elegir una cosa imprescindible en tu vida. O sea, si estuvieras en una isla solitaria como Tom Hanks en Náufrago, pero tuvieras derecho a un alimento, ¿cuál sería? Mi mamá toda la vida ha respondido sin dudar: Güitig. Mi hermano, manjar de leche. Mi marido y yo: café de pasar. Ahora mismo, en el séptimo día, ninguno de nosotros tiene nada de eso. Se nos han terminado las raciones de esas pequeñas cosas que amamos (somos del grupo que no sale casi para nada y nos conformamos con las provisiones que podamos encontrar en una tienda pequeña) pero cuando lo pienso en un contexto de incertidumbre, ya no son tan importantes. Decíamos, tan airados, “No puedo vivir sin…” Pues resulta que podemos y que seguimos, esperando cuál va a ser la siguiente cosa preciada que nos irá quitando el tiempo en el encierro, mientras pretendemos que las posesiones no valen nada y que sólo importa que nuestro fuero interior se fortalezca para salir de estos apuros.
Hoy, mientras pienso esto y lo escribo, hay miles de personas que están en la calle, que no tienen trabajo, que ni siquiera tienen un techo sobre la cuarentena. Y yo pienso en ellos sin saber qué hacer con esas nociones de dolor e injusticia mientras estoy cómodamente encerrada en mi casa, mientras me arranco los pellejos de los dedos, mientras me tomo la última taza de café rebuscada en unos sobres viejos al final de la alacena. Es mejor así. El café, de todos modos, me produce mucha ansiedad. A falta de clonazepam, que es lo que me recomienda mi editor, tomar agua de manzanilla, mientras quede, será mejor para mis nervios.
Es posible que esté exagerando. En estos días mi mayor duda es esa: ¿Estoy exagerando? Para mí es difícil saber. Tengo antecedentes de ser exagerada y empiezo a tener antecedentes de sufrir de ansiedad, de entusiasmarme en exceso por todo; por las cosas que no puedo controlar, por los sonidos demasiado fuertes, por los ruidos en la noche, por el acelerado ritmo de mi corazón, por las personas que se acercan sigilosamente, por los tropezones de mis hijos. Al menos en mi mente, que juega todo el tiempo con las posibilidades: todo lo que puede salir mal, saldrá mal. Es una exageración. Sí. También es un poco de angustia y quién sabe, podría ser una leve paranoia. Pero lo suelo controlar. Un poco menos ahora, durante la cuarentena, pero lo controlo porque hay un cierto sentido de la responsabilidad que no me permite entregarme del todo a estos pensamientos y colapsar. Debo dictar 20 horas semanales de clases en línea y cuidar de mis hijos. No hay tiempo para asustarse. Supuestamente.
Desde pequeña era muy miedosa. Tenía miedo de casi todo: de los temblores, de los fantasmas, de los hombres lobos y las mariposas negras; de los ladrones, los entierros, los muertos y la muerte. No tengo idea de cómo cabían en mi mente tantas ideas atemorizantes. Veo a mis hijos y noto que sentir miedo es algo que llega a ser incluso apasionante para ellos. Se enfrentan a los monstruos de su infancia con audacia, les gusta sentirse asustados y luego hacerse los valientes. Hablan de monstruosas criaturas, que para ellos habitan en YouTube: Momo (una especie de mujer de ojos saltones que se les aparece a los niños que pasan mucho tiempo en Internet); el Ayuwoki, que es una desfiguración de Michael Jackson, y también habita en YouTube, pero que se puede asomar a las 03:00 de la mañana; y la ballena azul, que también aparece en la computadora para invitar a los niños a hacer retos suicidas. Mis hijos hablan de estas cosas y se ríen, se asustan, pero se ríen. Y siguen con sus juegos, siguen con su vida.
Yo no. De niña, la sola idea de alguna de las cosas antes enumeradas, me dejaba paralizada, me producía tortícolis, dolores de cabeza e insomnio. La primera vez que tuve insomnio y saltaba todas las madrugadas a la cama de mis papás fue cuando murió mi bisabuela. La sola idea de un cuerpo encerrado en un ataúd no me dejó dormir durante meses. Lo siguiente fue el terremoto del ’85. No volví a dormir en mi cuarto durante muchas semanas y dormía con los zapatos calzados.
¿Qué puede pasarle a una niña miedosa cuando crece? Pues que se vuelve hipocondríaca. Siento que nunca dejé de tener miedo, pero empecé a cambiar mis miedos por enfermedades espontáneas. Hice de cada uno de mis temores un tic nervioso palpable. Racionalicé completamente las fobias, me esmeré en aprender a ver películas de terror (pero con la luz prendida, eso sí), aprendí a tolerar ir a un velorio, pude soportar estoicamente los eventos sísmicos; incluso ya siendo madre, por el bien de mis hijos, pude superar el terror absoluto a las mariposas negras. En nuestra casa abundan y finalmente debí dejar de gritar y de quedarme petrificada del miedo para que los niños no vieran el espectáculo de una madre cobarde, y tampoco se les contagiara la fobia infundada hacia un bicho inocente, oscuro y tenebroso, pero inocente hasta que se demuestre lo contrario.
Así, en mi adolescencia y juventud, apenas tuve trabajo y algo de dinero empecé a gastármelo en consultas médicas. El miedo en forma de síntomas. Era la persona más joven en cualquier consultorio al que iba. Endocrinólogos, traumatólogos, ginecólogos. Tenía dudas sobre el funcionamiento de mi cuerpo, de mis músculos, de mis huesos, de mis órganos. Nunca nada parecía funcionar del todo bien o ser del todo normal. Si sufría algún golpe pensaba que me había roto un hueso y me hacía radiografías para comprobarlo y obviamente no era nada, pero el dolor estaba ahí, lo sentía. Una vez llegué a internarme yo sola en Emergencias, casi no me podía mover, pero logré llegar manejando. Nunca supe qué tuve sino hasta muchos años después, cuando embarazada descubrí la existencia del nervio ciático y su talento para dejar inmóvil y en agonía a cualquier ser humano. Pero en ese tiempo debo haberme visto tan joven y debieron ser tan incongruentes mis pedidos que ni los médicos me tomaban en serio. Ni siquiera en Emergencias se dignaron a darme un diagnóstico, sólo me dieron un desinflamante, me pusieron una compresa caliente, me cobraron un dineral y me mandaron a mi casa, sintiéndome como una estúpida a la que además le sobraba la plata.
¿Estaba exagerando? Sigo sin saber. Pero confieso que tuve muchas enfermedades que nunca existieron. Es decir, tuve síntomas, sentí dolor: somaticé físicamente mis miedos. Tuve extrañas heridas que no sanaban durante meses y para las que acudía a todo tipo de doctores y que de pronto desaparecían; tuve dolores en el pecho que pensé que me iban a matar, y después de dos ecos-cardíacos resultó ser una neuritis (la inflamación de un nervio).
Hasta que tuve migrañas. Intensas. Acompañadas de luces, brillos y náuseas. Y conocí por primera vez la acupuntura y la terapia neural. Mientras me pinchaba, el doctor me escuchaba llorar y llorar. Él fue quien me explicó que una enfermedad puede no estar ahí, pero eso no implica que no cause dolor: por eso se llama psicosomática.
Aceptar que estaba sana, siempre, pero qué aún así sentía dolor, me hizo sentir un poco más tranquila. Viviría. No iba a morir de infarto o leishmaniasis; no tenía fracturados los dedos, ni lesionadas las rodillas; no tenía cálculos en los riñones ni colón irritable ni un tumor en el cerebro; y sí podría tener hijos, aunque creía que se me estaba calcificando el útero, porque en una ecografía me había salido un poco alterado el valor que señalaba el tamaño del útero en centímetros.
Nada de esto existió. Pero cada cierto tiempo el dolor de una fractura, la migraña o la punzada en el pecho todavía me hacen sentir dolor.
Nacieron mis hijos, heroicamente paridos (de un útero en perfecto estado), y con ellos se fueron mis enfermedades psicosomáticas. Hay algo en el amor, y en estar muy ocupada, que ayuda. He vivido los últimos casi ocho años en paz. Sin miedo a las mariposas negras y sin enfermarme, ni de verdad ni de mentiras. Pero la paz es relativa. He pasado a preocuparme por mis hijos: de que nazcan vivos, de que no mueran en la cuna, de que no se electrocuten, de que no se caigan por una ventana abierta, de que no se rueden las gradas, de que no se crucen la calle. ¿Estoy exagerando? Es difícil saber.
¿Qué puede pasarle a una joven hipocondríaca cuando crece? Se vuelve una madre sobreprotectora o canjea sus síntomas por ansiedad y paranoia.
Estoy exagerando, lo sé, ahora sí estoy exagerando. Pero la cuarentena ha hecho que se activen en mí todas las alertas. En estos siete días en casa, en estos tres meses oyendo hablar de un virus que se aproximaba como una ola gigante, en estos meses en los que mis hijos ya no podían ni salir al recreo por la excesiva radiación, en este último año que ya pasaron otros 11 días encerrados por el paro nacional de octubre pasado. Y ahora qué finalmente la ola ha llegado y estamos sumergidos en ella. En este tiempo, todas mis alertas se han activado porque las alertas del mundo se han activado. Vivimos una crisis social, una crisis humanitaria, una crisis ecológica, una pandemia (que según la OMS, es la única en la historia de la humanidad que podremos controlar) ¿Estoy exagerando? Dados mis antecedentes habría que pensar que sí. Pero soy una niña miedosa, una joven hipocondríaca y una adulta que sufre ansiedad; y cuando todos esos personajes se encuentran en el mismo lugar, en un tiempo favorable de pánico y clausura, el panorama es incierto.
Mi dolor es mío, siempre. No interviene con mi rutina. Nunca la depresión le ha ganado a mi aún más exagerado sentido de la responsabilidad. Me levanto todos los días en esta primera semana de cuarentena y pretendo, sin dorar demasiado la píldora para mi familia, que podemos tener un día normal, sin pensar en el apocalipsis (ahora), sin pensar en porqué tarda tanto en llegar la cura; sin pensar en el café, en las provisiones de los que no tienen provisiones. Trabajamos, jugamos, hacemos tareas, vemos películas, repetimos la rutina. Mis hijos me ven, se reflejan en mí. No deben siquiera intuir lo que siento. Su bienestar es la legislación. El resto se mantiene sellado. Fingir control es un acto de amor.
Tengo, sin embargo, pequeños lastimados de tanto rascarme la piel del brazo a la altura del codo. Parece una alergia, parece algo que necesita atención, pero no la tendrá, no es importante. Seguro no es nada. Tengo uno o dos ataques de pánico al día. Hasta hace poco no sabía qué eran, yo creía que eran infartos, pero ya entendí y ya no les temo. Los dejo estar. Aparecen cuando ya nadie los ve, cuando los niños duermen y mi marido ronca. Mis ojos bien abiertos clavados en el techo mientras mi corazón galopa y siento que me ahogo, pero a la vez me alegro de saber que no tengo tos, ni fiebre. Entonces no es el virus, o quizá sí. Tengo miedo. Nunca fue tan cobarde hacer esta confesión. Tengo miedo. En el garaje de mi casa se ha plantado una mariposa negra. Desde que ya no les tengo miedo o al menos ya no lo profeso, no las puedo matar. Pero ahora mismo recuerdo que una de las razones por las que tanto les temía, era porque de niña me contaron que su presencia era un augurio de muerte. ¿Será una exageración?
Pienso en el juego de las provisiones sin las que no podríamos vivir y empiezo a leer en redes sociales a la gente posteando qué es lo primero que hará cuando pueda salir. Muchos empiezan sus frases así: “Si algún día volvemos a salir…” Yo debería pertenecer a ese grupo, pero mi responsabilidad con mis hijos no me lo permite y me obliga a hacer planes más certeros. “Cuando salgamos de aquí, en unos pocos días, y ya no podamos ser contagiados, iremos a tomar helados, a inflar las ruedas de las bicicletas y a visitar a las abuelas”.
El individuo no existe en la pandemia, en el fin del mundo, en la crisis social. Somos una masa de personas, sujetas a una estadística, un poco de azar, un cierto tipo de sistema inmune y todo aquello en lo que creemos. Quisiera (mucho) haber llegado a este momento de la historia con algunas de mis fobias, enfermedades y paranoias resueltas; pero no ha sucedido. Estoy aquí, permanezco siendo una persona qué sin afán de buscar protagonismo, en un tiempo que no puede sostener más la individualidad, quisiera de verdad que esta larga racha de exageraciones y cuestiones psicosomáticas llegarán a su fin. Quisiera creer que todo este escenario distópico está en mi cabeza, y que pronto despertaremos todos fuera de ella.
Algunas veces al día creo que es posible. Otras no. No queda más que esperar, ojalá sea sólo un dolor, sin enfermedad.
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