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Foto del escritorPaulina Simon T.

Lo que me hubiera gustado decirte

Mi abuelo murió en 2017, un año después, en 2018, murió mi suegro. Desde entonces la muerte rondaba a nuestra familia, y luego vino la pandemia. En estos últimos dos años hemos encarado a la muerte en una especie de aprendizaje intensivo. Tenemos, como raza humana, un duelo continuo que, poscovid-19, sigue cobrando víctimas y dejando heridas que cicatrizan y dejan huellas en el cuerpo. Dentro y fuera del cuerpo.


Esta larga racha de pérdidas me ha encontrado frente al computador con un documento de Word abierto y en blanco, salvo por el nombre del archivo: “Instrucciones por si me muero”.


Desde muy pequeña desarrollé una especie de fobia a la muerte. Tenía once años y todavía me pasaba a la cama de mis papás, gritando de miedo, si había estado expuesta a historias sobre personas fallecidas. Tenía pánico de los muertos, de todo lo relacionado con la muerte y, sin embargo (o quizá por esa razón), dedicaba todas las vacaciones de mi infancia a pasear con mi abuela por el cementerio de Latacunga.


Nos llevaba a mis hermanos y a mí a dejar flores a los conocidos y de paso aprovechaba para narrar las situaciones más gráficas en torno a la muerte de esa gente. En este cementerio, una versión modesta del gran cementerio de Tulcán, hay esculturas hechas en ciprés y varios mausoleos llamativos.


Mi abuela condimentaba el paseo con relatos y leyendas sobre cómo habían fallecido las personas dueñas de cada uno de esos mausoleos y luego nos llevaba al pie de la tumba de su abuela (mi tatarabuela), una mujer nacida a principios del siglo XX, la persona más vieja de la que yo haya oído hablar en mi familia. El ancestro más presente, a quien le llevábamos flores y le rezamos.


Estos paseos causaron mi insomnio infantil y mi irrupción a brincos en la cama de mis padres. Y este temor natural se alimentó de tristeza cuando murió el padre de mi papá. Era un abuelo al que yo no conocía. Vivía en Perú y solo lo había visto, de manera consciente, una vez en mi vida. Estábamos a punto de salir de la casa, nos íbamos de paseo, de pronto sonó el teléfono y mi mamá volvió para contestar.


Era la noticia: el papá de mi papá había muerto. Recuerdo a mi mamá haciendo lo posible por disimular, a mi papá acercándose al auricular que colgaba de la pared para recibir la noticia más triste. Lloraba desconsolado, se mojaba la cabeza y decía entre lágrimas: “No me acuerdo de la cara de mi papá”. Mi mamá fue corriendo a buscar un álbum de fotos para mostrarle a mi papá la cara de su padre en una foto vieja. Mi papá se subió al carro junto a su hermano y manejaron veinticuatro horas seguidas para llegar a tiempo a enterrar a su papá, en Chiclayo, Perú, pero no lo consiguieron.


Esa era la muerte para mí: mi papá deshecho por el dolor, vestido de negro y llorando. Nosotros, mis hermanos pequeños y yo, llevando sobre el saco del uniforme un lacito negro colocado con un imperdible, recibiendo el pésame de los adultos (sin saber cómo hacer para sentirme triste) y soportando las burlas de los niños que no entendían nada, como yo. Este episodio, y los cuentos de cementerio, han sido mi entrenamiento para la muerte.


Cuando murió mi abuelo, en 2017, la impresión más grande fue recorrer a pie toda la ciudad en una procesión encabezada por su ataúd, en dirección al mismo cementerio de mis juegos de infancia. Él fue una persona pública en su ciudad natal, que es la mía también, aunque nunca viví ahí. Hubo algo simbólico en esa despedida, con cientos de personas recorriendo la misma calle empedrada que habíamos recorrido de niños, desde la casa de mis abuelos hasta el colegio donde él trabajó toda su vida, hasta la puerta del cementerio, que es donde terminan la calle y la vida.


Al poco tiempo, hubo otra de esas llamadas telefónicas que jamás quieres recibir: falleció mi suegro. Mi esposo manejaba y sonó su celular. Se estacionó. Respondió y me tomó de la mano y la apretó con fuerza y asintió. No quería que nuestros hijos, que iban en el asiento de atrás, se enteraran aún. Estábamos de camino a la escuela. Se bajó del auto, se despidió y se fue en un taxi. Yo les dije a mis hijos que el abuelito no se sentía bien y que, por eso, el papá necesitaba ir a verlo.


Llegó la pandemia y las llamadas se volvieron más habituales. La primera fue la que anunciaba la muerte de mi suegra, el día de Navidad de 2020. Luego, dos tíos por covid y una prima por cáncer. Han sido años de pérdidas, y las nuestras se han sumado a las de miles de personas en el mundo.




Este clima mortuorio es una sensación de pérdida permanente. Si poéticamente la muerte es siempre una temática simbólica, pienso que en esta época va más allá del existencialismo y se ha convertido en una obsesión. Dos de mis alumnos de la clase de cine documental, veinteañeros, quieren hacer películas sobre la muerte a partir de sus propias pérdidas durante la pandemia.


El uno quiere hacer un documental forense, si cabe el género. Le obsesiona la muerte anónima, quiere acompañar el levantamiento de un cuerpo, quiere ir a la morgue, quiere estar al lado de un estudiante de Medicina que hace sus prácticas a partir de autopsias, quiere algo que yo no comprendo del todo.


Otra alumna quiere visitar tres etapas mortuorias. Piensa retratar a una enfermera muy joven que trabaja en un centro de cuidados paliativos; a un joven embalsamador que hace este trabajo porque es una vocación adquirida, y el tercer personaje es una médium que conecta estas instancias de la muerte con su lado intangible.


Influida por esta última idea, empiezo a pensar más seguido en la muerte y en particular en la de mi suegra, cuya velación y ritos mortuorios sucedieron en plena pandemia y fueron breves, sin abrazos, con una misa por Zoom, sin demasiado tiempo para procesar. Mis suegros, que en vida fueron tan católicos, hubiesen querido más. Se me ocurre algo inusual en mí pero muy común en mi familia: ofrecer una misa.


Camino por Quito frente a la iglesia de Santa Teresita, en La Mariscal, y se me ocurre que ese es el lugar ideal, el barrio en que mi suegra gastó su juventud. Entro a la iglesia y me encuentro en la puerta con un hombre que está limpiando los vidrios. Le pregunto dónde puedo pedir una misa y se pone muy contento. Tal vez algo en mi aspecto indica que no soy el tipo de persona que ofrece misas, y quizá por eso se pone contento.


Me acompaña a una oficina en donde me indican que se puede hacer hoy mismo, en la misa de las 18:00, y me preguntan el nombre y la razón. Por un año de su fallecimiento y de parte de sus hijos y nietos, digo. Pago mi voluntad, no estoy segura si es lo correcto o no, pero ofrezco cinco dólares.


Regreso por la noche a la misa. Hay pocas personas, pero parecen todas muy devotas, porque a pesar de ser tan pocos, llenan con sus voces un templo grande y bonito. La gente está dispersa entre varias filas de bancas.


No he estado voluntariamente en una misa desde que tengo diecisiete años, pero tengo cada palabra del rito en la punta de la lengua, poco me falta incluso para acercarme a comulgar. Pero me acuerdo que ya no creo en eso. Llega el momento y el sacerdote dice el nombre de mi suegra y pide por su descanso y siento el gran alivio de haber cumplido.


El alivio frente a la muerte no es un estado permanente, a los pocos días hay nuevas llamadas telefónicas, dos más. Diferentes de las anteriores quizá por el grado de sorpresa que causan. Muere un amigo, un colega, un maestro; una persona querida por tantos, que tenía decenas de proyectos pendientes, que era joven.


Esa persona a la que acabas de ver hace un par de días y sabías o asumías que seguirías viendo todas las mañanas al lado de tu oficina. Un impacto nocivo, que empeora cuando dos días más tarde hay una nueva llamada telefónica, que anuncia la desgracia, una mayor aún, un amigo, un alumno, una persona tan joven que duele la sola idea de su muerte.




Me he hecho mayor y la idea de la muerte ya no me sobresalta como en la infancia pero, igual que a todos, me confronta con mi mortalidad, con la idea del tiempo perdido, de los deseos satisfechos, de los abrazos dados y las palabras dichas. Todas las familias seguimos en proceso de comprender, de velar, de lidiar con todo lo que los que se han ido dejaron atrás, apuradamente. El duelo es una coincidencia que nos une.


Me pregunto si es verdad que podemos dar todo en vida, si somos capaces de vivir honrando a nuestros muertos, si nos vestimos de luto y hacemos decenas de compromisos frente a los ataúdes abiertos de los amigos, cuyos rostros fríos, amarillentos, tiesos, vaciados de sentido y paralizados para siempre por la muerte, no podremos olvidar jamás.


Pero cada día que pasa caminamos en dirección opuesta, asumiendo que andan por ahí, que no se han ido del todo, porque sus cuentas en redes sociales están ahí, con las últimas fotos y poemas que compartieron antes de irse y dejarnos esa sensación extraña de vacío y esta euforia por mantenernos vivos a como dé lugar.


Recorro los pasillos tristes de los cementerios, atiendo a los pensamientos místicos de mi cabeza, ofrezco misas a los amigos que no eran católicos. Acompaño a mis alumnos con sus documentales mortuorios y las propias penas que estos conllevan.


Abro el documento que dice “Instrucciones por si me muero”, pensando que puedo controlar algo de mi destino, pero solo atino a escribir: “Por favor, no te mueras todavía”. Y me animo a hacer una lista de todas las cosas con las que sueño mientras estoy viva, y repaso en mi mente todo lo que aún hubiera querido decirles a todas esas personas tan queridas que he perdido.




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