Hace unos pocos años me encontré con un amigo al que no había visto en algunos meses. Estaba sentado tomando café, se había afeitado desde la última vez que le vi, se rebajó un poco el cabello y había cambiado la montura de los lentes por una más colorida. Nos saludamos efusivamente. Él se puso de pie y nos dimos un abrazo. En el abrazo le sentí más fuerte que de costumbre. No dudé en hacerle un comentario al respecto. Nos sostuvimos de los antebrazos — yo a él de unos bien torneados y ejercitados y él a mi de unos bien flácidos— como para echarnos una buena mirada de frente y le dije: — ¿Qué has hecho?, estás guapísimo— Riéndose sonoramente me contestó: — Me divorcié—. Yo también me reí, pero me quedé bastante sorprendida, porque pensaba que hace poco se habían separado y en mi inocencia siempre he creído que las parejas se separan para no divorciarse y más bien arreglar lo que anda mal. No había sido el caso de estos amigos. Él me dijo: “Divorcio, separación, da lo mismo, lo importante es no seguir amargándose la vida mutuamente”. Poco a poco me sentí cada vez más incómoda en la conversación pero me puse en mi papel de frívola a preguntar si salía con alguien y por eso hacía tanto ejercicio, cuando antes de casado no hacía casi nada; si ya se había acostumbrado a vivir de nuevo solo, y lo más importante, que harían con sus hijos. Se reía con mis preguntas y no me dio ningún detalle, aunque parecía disfrutar de mi interrogatorio porque era cómo haber vuelto a nacer, soltero. De pronto me di cuenta que de algún modo extraño la conversación empezó a parecer un leve flirteo. Tuve que acordarme rápidamente que él divorciado era él, no yo, y volver al tema de los hijos. —Se acostumbran poco a poco, van a terapia, se quedan conmigo los fines de semana—. Será que estar disponible le había hecho de pronto más interesante de lo que había sido antes cuando estaba en pareja y bastante más guapo, seguro.
No me quedé más tiempo para comprobar estos datos. Me despedí deséandole lo mejor y me fui volando a contarle el chisme a mi marido, refugio de todo tipo de historias, incluyendo las que implican a hombres guapos, cuyos antebrazos acabo de sentir con un cierto grado de culpa.
Yo he vivido, como la mayor parte de mi generación, rodeada de divorcios. Cuando estaba en la escuela había un par de niños “suertudos” que tenían dos cuartos. Yo me imaginaba que eso implicaba todo por dos, juguetes, atenciones e incluso padres por dos. Ya en la adolescencia hubo muchos más casos y ya no eran los afortunados de los dos cuartos, sino algunos de ellos a los que sacaban de clases justo antes de dar el examen, porque el papá, que era el que pagaba la pensión, no aparecía hace meses. Los inspectores les interrogaban sin piedad, cómo si ellos supieran el paradero de sus fugitivos padres, cuando ellos mismo se lo estaban preguntando hace meses. No había tal cosa como dos cuartos con el doble de juguetes, sino uno solo, sin pensión alimenticia, un madre enojada, que también, como el inspector del colegio, tenía en la punta de la lengua cosas cómo: “Cuando hables con tu taita (haciendo mucho énfasis, en el taita como si fuera lo más despectivo que podían decir en voz alta) avísale que me debe del arriendo”.
Yo no me sentía inmune a los divorcios. Mis padres parecían una pareja estable, pero por el modo en que peleaban, uno podía imaginarse que no estaban corriendo la maratón del matrimonio, sino tal vez los 500 mts o una 15k. Mis abuelos en cambio habían corrido un triatlón durante la guerra. Tenían una vida funcional en apariencia, pero todo el tiempo junto a ellos parecía que estabas presenciado un protocolo de desarme de bomba, que siempre salía mal.
Hace poco le pregunté a mi abuela si se acordaba cuanto tiempo estuvo casada y me dijo: “De esas cosas no se lleva la cuenta”. Lo que sí recordaba con bastante exactitud era el tiempo que vivía libre. Así se refería ella misma al tiempo de su vida cuando finalmente logró divorciarse. Ella pertenece a otra generación que no contemplaba el divorcio cómo una opción, ninguna de sus amigas estaba divorciada, vivía en un ciudad pequeña en la que el menor movimiento te volvía la comidilla del pueblo, tenía hijas en edad escolar y así una larga lista de razones por las que debió mantenerse atada a un régimen de maltrato, violencia e infidelidad de modo estable, pero en negación, como las dos terceras partes de los matrimonios en el mundo. Pero ella siempre ha sido una mujer de fe. Tenía fe en su libertad. Llegaría el día.
Mucha gente le hubiera dicho: “A esta edad ya para qué se va a divorciar”. Pero eso no significaba nada para ella, la edad nunca significó que el suplicio se mantuviera hasta su muerte. Tenía hermosos planes para una vida retirada de la infamia que había tolerado tanto. Mi abuelo le había jurado que nunca le firmaría el divorcio, pero no fue tan hábil escondiendo las pruebas de su nueva familia iniciada paralelamente. Así fue cómo reuniendo la suficiente evidencia y con una leve actitud de chantaje, al final firmó (el divorcio por adulterio en el Ecuador es legal desde 1902). Ella se mudó de ciudad y nunca volvió sobre sus pasos, sino solo por unas horas para despedir a mi abuelo cuando murió, luego de padecer largamente una enfermedad horrible. “En la salud y la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad”. Mi abuela soportó la salud en exceso y la adversidad; luego la enfermedad debió cargarla en sus hombros otra leal esposa, quién tampoco vería días de prosperidad.
Ese fue el primer divorcio cercano de mi vida. Era adolescente y que mis abuelos se divorcien parecía la gran cosa, pero no hubo demasiado tiempo para analizar la cuestión, porque al poco tiempo se divorciarían mis padres también, no sin drama, por supuesto. No tuve el privilegio de los dos cuartos con el doble de juguetes, sino más bien el: “Cuando hables con tu taita…”.
Por todo lo que viví en esa época siento que sobreactué durante casi toda la década de mis veintes, el tema de la adolescente frágil y necesitada de afecto, que al mismo tiempo se traducía en mi pérdida de fe en el amor, mi desprecio por las relaciones de pareja estables y por supuesto, mi desconfianza en todos los hombres. Es posible que este sea el gran cliché de los veintes, de mis veintes; que además incluía: “No tendré hijos nunca”. Aparentemente, uno nunca tiene la edad correcta como hijo para enfrentar el divorcio de los padres. Estaba los niños rotos, pero también los adolescentes rotos, todos acarreando esa sensación del fracaso del matrimonio de los padres a cuestas.
Quizá a partir del encuentro con mi amigo, el guapo nuevo soltero, uno de los primeros divorciados que conocía más de cerca de mi generación ya convertidos en adultos y en padres, empecé a regresar en el tiempo para pensar en todas esas historias melodramáticas de intolerancias y odios, y me pareció que no había considerado la idea de un divorcio como un proceso civilizado de “no amargarse la vida mutuamente”. Ya no se trata de un fracaso, sino de una oportunidad, eso es lo que aparentemente ha cambiado en todos estos años.
Así, han ido aumentando los procesos civilizados. Cada vez más frecuentes, cada vez más cercanos en parentesco y afinidad, cada vez menos claras las razones, no que una tenga derecho de preguntar sobre esas cosas; pero no deja de ser una intriga. Cómo cuando en Hollywood anuncian: “Diferencias irreconciliables”. Algo cómo para romperse la cabeza. ¿Por qué romperse la cabeza con los divorcios ajenos? La respuesta está en el matrimonio de una. La relación de los otros puede ser un espejo de la mía, o más bien cada divorcio puede convertirse en un termómetro de mi relación.
Finalmente, después de una década de no creer en el matrimonio me casé convencida de hacerlo y han pasado 11 años desde entonces. Y aunque el matrimonio es una extraña unión, que no siempre se siente natural y qué además toma mucho más que amor sostenerla diariamente, digamos que funciona. A mi me ha funcionado.
Sin embargo, frente al encuentro frontal con los divorcios cercanos, es inevitable pensar en ese reflejo que nos devuelven y cuestionarse intensivamente: ¿Será que me siento realizada cómo individua o soy una extensión de mi pareja? ¿Será que he depositado mucho en mi vida de pareja y muy poco en mi? ¿Será que la convivencia puede ser menos rutinaria y agobiante? ¿Es posible que la monogamia realmente sea un modo de vida para siempre? ¿Cuánto tiempo es para siempre? ¿Hay amor, dónde está?
Después de haber tratado de madurar rodeada de divorcios y de: “Dirásle a tu taita qué necesitas pagar la cuota del colegio, etc etc etc.” Yo en lo único en lo que he pensado en 11 años de matrimonio es “Por favor, no nos divorciemos nunca”. Tengo una tendencia al fatalismo y frente al mínimo conflicto sentimental o de convivencia puedo ponerme un poco frenética y empezar a pensar: Dónde viviríamos, cómo nos organizaríamos, quién se quedaría con la hipoteca, soportaré la idea de no ver a mis hijos a diario, será que me alcanza la plata, será que me vuelvo a enamorar. Luego mi marido ronca a lado mío y en lugar de pensar en separarnos mi paranoia (creciente con la edad) se desvía a eso de las 4 de la mañana y pienso cosas cómo: y si me quedo viuda, será que la hipoteca tiene seguro de desgravamen, creo que nunca me volvería a casar, tal vez mis hijos tengan que dormir conmigo para siempre… Entonces asumo que no son temas reales, sino solo la divagación de mi cabeza y continuo casada con un marido vivo.
Sin embargo, frente a la rutina propia del matrimonio, los nuevos divorcios, los acuerdos civilizados, las oportunidades de vivir una vida mejor, si bien suelen generar unos minutos de pena y reflexión; casi de inmediato se vuelven espejismos con los que es fácil fantasear, se vuelven una tentación, se los envidia. Los nuevos divorciados renacen, recuperan sus carreras y sus pasatiempos muchas veces abandonados, o recuperan su vida social, que había quedado en segundo plano porque el ex era antisocial, aburrido y celoso. Las personas que dejan de vivir en pareja pueden volver a vivir a su gusto, en casas lindas diseñadas como siempre las habían querido, pero el otro no; se desprenden de las cosas, las muchas cosas que a veces se acumulan y pierden sentido en la convivencia; se dividen el peso de las obligaciones y responsabilidades, sobretodo cuando hay hijos de por medio. Ir solo a la mitad de las fiestas infantiles, ir a la mitad de las evaluaciones, ir a la mitad de todo sin sentirse mal, sino como parte de un acuerdo perfectamente racional y funcional. Y la otra mitad del tiempo vuelve a ser tuya para abrir los ojos al mundo que te estabas perdiendo, el mundo interior, el yo, y el mundo de afuera que se sentía censurado por los gustos, los prejuicios y los mandatos del otro.
¿Será que quizá nadie habla de las cosas que duelen? De la nostalgia frente a la huella del otro en la vida, de las deslealtades, de la incomprensión, de los gestos violentos y las formas absurdas que han tomado las palabras hirientes para minimizar la autoestima, nadie habla del fin del amor.
Volví a encontrarme con mi amigo el divorciado y volví a hacerles preguntas sobre su rutina, sus escapadas y viajes; pero algo había cambiado en el brillo inicial, había pérdido la euforia. Posiblemente estaba más establecido ahora, pero también menos entusiasmado. No es que se hubiera arrepentido, pero esa alegría inicial que se parece solo a la de la libertad luego de una temporada en la cárcel, se había desvanecido. Hablamos largamente y le conté cómo había sentido un poco de envidia de todas las cosas positivas que escuchaba últimamente sobre las personas separadas y me dijo un poco molesto: “Estás romantizando el divorcio”.
En realidad no era yo la que lo había romantizado, pero si me había dejado llevar por estas historias de libertad, redescubrimiento, tiempo libre y nuevos deseos de amar, que me habían hecho sentir un poco menos libre, más aburrida y con el amor un poco en desuso; como si fuera una práctica obsoleta.
En el uso del ejercicio investigativo sobre los cómos y los paraqués de las separaciones me encuentro con ideas de lo más divertidas como empezar a hacer bienvenidas de soltera y soltero, a los que han retornado al privilegiado estado civil; pero también me encuentro con la opresión de otros que con las separaciones han perdido no solo a una persona, sino una considerable cantidad de autoestima, dura de recuperar, la seguridad en una misma, la confianza en los demás. Oigo historias de progenitores viviendo la vida alegremente y colocando en quinto plano a los hijos, faltando a sus acuerdos, acostumbrándose a verlos menos, y a perder el contacto, veo personas que en lugar de tener este tiempo romantizado de la soltería, ahora tienen a su cargo ambos roles a tiempo completo por la desaparición inminente del otro, para siempre. Veo juicios de pensiones alimenticias por 20$, y padres que gestionan el cambio de sus propiedades a otro nombre para pagar cada vez menos. Veo difamación a posteriori, inculpamientos, alienación parental y pienso que en el fondo, el divorcio no ha cambiado tanto después de todo.
Si el matrimonio es una empresa jodida, el divorcio no es ningún paraíso. Quizá por eso en algunos países cómo en Dinamarca, te obligan a seguir casado al menos tres meses más, tutelado por un asesor matrimonial antes de disolver la relación.
No he sacado en claro si nuestras relaciones, son más o menos desechables que las de la época de nuestros padres, si resistimos o nos comprometemos menos, si nuestras historias de amor tienen fecha de caducidad desde que nacen; o sí en realidad siempre fue así, pero antes había mucha más necesidad de guardar las apariencias, esperar a que los hijos crezcan, perdonar o fingir el perdón, hacerse de la vista gorda, olvidarse de uno mismo.
¿Oportunidad o fracaso? Son muchos los matices, hay pocas certezas. Nadie puede decir cuál es el mejor modo de vivir nuestro estado civil, cuál será el que dolerá menos, el que nos hará libres. Qué de la convivencia nos engrandecerá y qué nos hará sentir pérdidos. A ratos solo regreso en el tiempo a un graffiti que leí a propósito de la lucha por el matrimonio civil igualitario, en una pared al margen decía: “No al matrimonio para ninguna persona”. Quién sabe sí esa consigna sea la que resuelva todo el misterio.
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