¿Tiene fin una pandemia?
¿O solo se extiende y se modifica a lo largo del tiempo hasta que te acostumbras?
El virus se adapta, se modifica, varía y hace todo lo posible por sobrevivir a las vacunas, a los cuidados y a los arrebatos. Ser humano y virus, sobrevivientes uno del otro, ambos en constante adaptación al medio. Cada uno encuentra superficies de donde agarrarse, tablas para flotar en el océano.
Como se sabe y se ha confirmado mil veces, el ser humano es un animal de costumbres. Nuestros cerebros tienen la capacidad de adaptarse a todo. Adaptabilidad y neuroplasticidad, esas son las características que permiten que nuestra existencia se prolongue, sin importar las condiciones a las que nos exponemos. Incluso la felicidad nos resulta indiferente una vez que nos hemos acostumbrado a ella, no se diga una mascarilla, un frasco de alcohol, una sensación eterna de contagio y alivio, un cotonete enorme que hurga en tu nariz cada vez que vuelves a sentir miedo.
¿Cómo nos hemos adaptado?
¿Existe tal cosa como la nueva normalidad?
¿Existe algo como la pospandemia?
El primer día que debí volver a trabajar de manera presencial, salí de mi casa en un estado de consternación insoportable. Me despedí de mis hijos como si fuera el fin de algo, de lo que no tiene nombre. El fin de una simbiosis, quizá. Llegué al estacionamiento y, antes de bajarme del auto, fue inevitable mirarme en el espejo y llorar con desesperación, emitiendo sonidos extraños desde lo más profundo de mi garganta. Me maquillé, por primera vez en un año y medio, lo mejor que pude. Me recompuse e hice un esfuerzo por dominar una creciente ansiedad que a lo largo del día también se transformaría y pasaría de su estado pasivo en mi estómago a un estado eufórico y confuso en el resto del cuerpo.
Las clases ahora han mutado a un formato mixto, le decimos híbrido. El sistema híbrido implica que, mientras hablas con un grupo de personas en el aula, hay una cámara frente a la que debes pararte y tratar de mantener un discurso coherente para dos audiencias, la virtual y la presencial. Al inicio del semestre esta modalidad tenía relación con el aforo permitido en el aula. Sin embargo, a las pocas semanas el aforo se liberó en su totalidad y para sorpresa de todos los profesores los alumnos no volvieron a clases.
Esa idea generalizada que teníamos de que la virtualidad estaba llegando a su fin, que vivir sin el contacto humano era insoportable, que las universidades nos estafaban al proveernos de educación mediocre en línea, es eso, una generalización. Otra mutación de la pandemia, la plena libertad de decidir dónde quieres estar, en qué momento y en qué lugar. La modalidad híbrida es el mejor resguardo para el sociable y el antisocial, para el tímido y el parlanchín, para el vago y el estudioso, para el que se levantó con pereza o tiene pico y placa.
La comodidad ha llegado a nuestras vidas como la posibilidad de elegir ver una cara o una pantalla. Da igual. En este formato el mundo se adapta al carácter y las circunstancias de cada persona, no al revés. No hay esfuerzos innecesarios que hacer. Finalmente, el alumno al que le incomoda hablar, y no soporta el aula como un espacio de socialización, puede quedarse en su casa, con su cámara apagada, escuchando, mientras los profesores se han olvidado de su presencia. Nada mejor que no ser tomado en cuenta.
Cuántos hemos aprovechado las condiciones pseudoapocalípticas para refundirnos en la profundidad de nuestras cuevas. Síndrome de la caverna le dicen aquellos que lo padecen, mientras quienes lo disfrutamos, simplemente, le decimos vida. Han sido dos años en los que reevaluar prioridades se ha convertido en un hábito cotidiano. Nada de lo decidido perdura en el tiempo.
Los éxodos masivos de la ciudad al campo son una tendencia, sin embargo, cuando las restricciones de movilidad y presencialidad han cedido, ese éxodo que tenía cara de jubilación adelantada, se transforma en cuatrocientos kilómetros semanales de manejar para regresar, con el rabo entre las piernas, de la ciudad donde trabajas al campo, donde apenas duermes. Ese huerto orgánico que querías cambiar por tu trabajo fijo está siendo devorado por los pájaros y los gusanos, mientras tú manejas escuchando pódcast para matar el tiempo y olvidar la avaricia que siente tu bolsillo cada que tienes que volver a poner gasolina.
Hablo de vidas pospandémicas, la mía y la de todos. Los niños que dejaron de ir a la escuela, porque había llegado el fin del sistema escolar como lo conocíamos, ahora haciendo fila para ser recibidos de nuevo en los mismos institutos a los que criticaban por sus pénsums arcaicos y sus modos poco humanistas en Zoom. Las relaciones adoptadas en cuarentena, de las que solo la pospandemia y los antidepresivos nos pueden sacar. Los perros adoptados como una forma de salvación para ser, poco después, ofrecidos en adopción cuando recuerdas que no tienes tiempo ni dinero para mantener mascotas.
¿Qué parte de nosotros ha aflorado en este tiempo? ¿La solidaridad o el quemeimportismo? ¿La ansiedad por el futuro o el vivir un día a la vez?
Mientras en Austria empiezan a multar a la gente que no se quiere vacunar, en Alemania la sociedad se enfrenta violentamente en dos bandos, quienes no serán obligados a vacunarse y quienes quieren obligarlos a hacerlo. En Canadá y en Estados Unidos los gobiernos pagan recompensas a quienes se vacunan. La ciencia es aclamada y odiada mientras en el Ecuador una sola licenciada vacuna a quinientas personas con cuatro tipos de vacunas distintas, entre abucheos y aplausos. Pasa Pfizer, la gente aplaude. No pasa AstraZeneca, la gente insulta. Una señora mayor y sin mascarilla grita: “¡Tengo 92 años, a mí me tienen que vacunar primera!”. Sale el médico y le reta por no tener puesta la mascarilla y le dice que espere.
Sale el médico, la gente le reclama, y él dice: “Yo tuve que conseguir las carpas y las sillas, nadie nos apoya, tengan paciencia”. Otro día más de vacunación en el Ecuador mientras en las fiestas de Quito, en la tribuna de los Shyris, hombres y mujeres se golpean con furia y saltan en los capós de los autos. Otro día más en el mundo. Algunos dicen que es la ira acumulada. Que nos hemos vuelto más agresivos, que festejamos por todo el tiempo perdido, que estamos atemorizados, que nos quedamos traumados, que por eso hay desmanes en todo lado. Desmanes sin distanciamiento social. Todo el mundo dice cosas. Ninguna cosa es cierta, tampoco falsa. Las redes sociales potenciadas en los tiempos de intensa virtualidad nos brindan opiniones y nada más. Miles de opiniones, bailes y trucos, son la tendencia si estás en TikTok. Odio desinformado en Twitter. Especulación sentimental e indirectas en Facebook; salud, prosperidad y estilo de vida en Instagram.
Mis alumnos se preparan para filmar sus primeros documentales. Ellos son quienes hacen que cada pequeña porción de la sociedad tenga sentido nuevamente. S. me habla de la adicción a los celulares y cómo después de la pandemia casi nadie de su generación puede mantener una conversación cara a cara con sus amigos, sin mirar varias veces la pantalla de su celular como un tic nervioso. Es la costumbre, me dice. En la cuarentena nos acostumbramos. Pero también fueron sus celulares los que los salvaron en los momentos de mayor depresión, encierro y convivencia con sus padres.
Crearon pódcast de conversaciones sobre sus temores cotidianos; alimentaron canales de YouTube con animaciones y con experimentos visuales; hicieron decenas de playlists para bailar juntos a la distancia, unidos por la música. Muchos se han convertido en influencers en estos años y los demás los han tomado como referentes. El gesto digital ha cubierto cada vacío de su enseñanza y su soledad. Nada se le puede achacar a la virtualidad cuando ha salvado la imaginación de tantos.
J. me muestra en un reportaje las acciones solidarias del grupo de la iglesia a la que pertenece. El proyecto se llama Callejeros. Un grupo numeroso de gente camina por las calles de Quito alimentando a personas que viven en la calle. Se sientan a conversar, les prestan atención médica, organizan una pequeña fiesta de cumpleaños en la vereda para un hombre mayor que no ha festejado su cumpleaños jamás. Mi alumno los filma y los fotografía, tiene miedo de no saber usar estas imágenes éticamente, no quiere exponerlos sin respeto.
K. se filma a sí mismo y divaga entre imágenes extrañas, llamadas telefónicas, imágenes de vacas que pastan en el campo, música electrónica. Es la forma con la que ha enfrentado una crisis nerviosa, juntando todo lo que sugiere emoción en un corto de pocos minutos.
C. viaja a Santo Domingo para hacer una película sobre el estado de las escuelas de la zona urbano-marginal. Encuentra techos caídos, montañas de tierra, una maestra que da tutorías a cuatro niños los días lunes. Padres que se enfrentan a maestros. Pequeñas jornadas de cuarenta minutos de clases vía Zoom para niños de todas las edades. Asiste a una minga y la filma. Los maestros alientan a los padres a restablecer el orden del espacio, para que no siga deteriorándose. Los niños no van a la escuela, pero asisten a la escuela de fútbol. No pueden estar sin hacer nada tanto tiempo.
C. va a usar los videos que grabó para hacer una campaña de crowfunding para conseguir materiales para hacer una segunda minga. Las escuelas se caen en ausencia de los niños y, al igual que en el centro de salud, los profesores dicen: “Tenemos que hacerlo nosotros, porque nadie nos ayuda”.
A mí todavía me cuesta cada día. Me cuesta salir de casa, pero también me cuesta quedarme en ella. Me cuesta trabajar de pie, pero me cuesta más hacerlo sentada. He dedicado veinte meses a hacer terapias, para mi cabeza, para mis rodillas, para el lumbago. La medida de mi miopía aumentó de tres a cinco puntos. A veces mis hijos me dicen que parezco triste. Yo siempre desmiento.
Algunos alumnos me han dicho que no entienden de dónde sacó tanta energía; me sorprenden, porque yo no hubiera descrito mi instinto de supervivencia como energía. En casi dos años he vivido como muchos la tortura de la incertidumbre, he repetido el mantra de “Un día a la vez”. Y el otro, que es mi favorito, “Esto también pasará”. Una semana dejo las redes sociales, a la semana siguiente posteo selfies por puro deseo de que alguien me reconozca como una criatura viva y me envíe corazones. Quiero esos corazones, los necesito. Alimentan un vacío y generan otro.
¿Vivimos la pospandemia o la prepandemia? Solo vivimos la vida en un tiempo indescifrable, contradictorio, de celebraciones y funerales. Me mantengo en pie con ayuda de algunas pastillas, de la mirada guardiana de los míos y los pelos de mi perra adoptada (y no abandonada) en mi almohada. Esperando, como todos, siempre dar como resultado un negativo. Mientras esto dure, mientras esto siga.
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