Nadie tiene porque saber que me perdí. Que di vueltas en círculos por dos horas. Caminé a la derecha de la avenida y luego a la izquierda durante un tiempo que se me hizo eterno. Sosteniendo en mis manos el teléfono para apuntar con la aplicación Live de Google maps hacia donde creía que debía caminar, pero cada vez que me decía que había llegado no había nada ahí. Ninguna parada de bus. Nada. Volví a intentarlo.
Tengo que usar tres aplicaciones distintas en el celular para poder movilizarme a cualquier lugar. Una para entender la ruta, los buses, las paradas y los horarios; otra para identificar en dónde están esas paradas y otra para pagar el bus. Esta vez cuando creí que estaba muy segura de lo que hacía, ninguna de las aplicaciones me ayudó con mi propósito.
Nadie tiene que saber que aunque se supone que aún no hace frío, todo este tiempo caminando de un lado a otro sentí que mis huesos se congelaban. Ya no puedo estar desabrigada. También hay una aplicación que me dice todo sobre el clima. Pero por más detallada que sea la información comprendo que la sensación térmica es algo muy subjetivo. Mientras mis hijos van en camiseta, yo siento que se me acalambra el cuerpo.
No llegué a ninguna parte. Todas las estaciones señaladas en los mapas no estaban en ninguna parte y había algunas que estaban cubiertas con una bolsa negra de basura y ninguna explicación de si alguna vez hubo una estación ahí o no, y ninguna app está actualizada con esa información.
Nadie tiene que saber qué hacia dónde me dirijo, sin suerte, es a una librería a dejar una hoja de vida. Tampoco tienen que saber qué más tarde me enteraré, que de todos modos estaba intentando ir a la librería equivocada, a la qué no estaba contratando, pero tenía un logo parecido a la que sí.
Me rendí. Tampoco tiene porque saber nadie que unas horas antes me presenté al examen escrito para tener una licencia de conducir y tampoco lo logré. 35 preguntas y sólo puedes tener 6 errores. Al llegar a la pregunta 10 el sistema ya me había expulsado.
De los fracasos cotidianos no tiene por qué saber nadie. Tampoco a nadie le interesan. Cada persona carga con su día a día sin contarle a todo el mundo. Sin necesidad de ser consolado cuando nada funciona o aplaudido si algo sale bien. Me uno al anonimato.
Hay una mujer que llora en la estación del tren de regreso. Hay decenas de personas de la tercera edad que comen solas en este enorme patio de comidas en el que vengo a sentarme a ahogar mis fracasos de hoy en una coca cola de dieta y papás fritas.
Nadie tiene por qué saber.
En este país, en este bus, en este patio de comidas todos estamos solos y solo a nosotros nos importa eso que no se ve y que mañana volveremos a repetir, ojalá con mejor suerte la próxima vez.
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