Durante las celebraciones de fin de año, mi familia, muy al estilo ecuatoriano, aprovecha, además de la cena y la quema del año viejo, para desempolvar todas las creencias populares, ritos, supersticiones, saberes astrológicos y shamánicos, para salir airosa de un mal año y entrar casi en estado de purificación en el siguiente. Yo participo sin ilusión ni fe, lo hago más bien para no ser la apática de la familia y para pasar el tiempo que nos separa del año nuevo lo más rápidamente posible. Dedico toda la semana previa a escribir en un papel las cosas malas para quemar en el viejo, las cosas buenas para amarrarlas a un globo que se va al cielo, hirviendo ollones de agua con hierbas para darme los baños amargos primero y los dulces después.
Una vez, luego de terminar una pésima relación amorosa, decidí quemar junto al viejo las cartas, fotos y una lista de maldiciones, pero no tomé la precaución de romperlas antes y con el viento se salieron volando del fuego enteras. Tuve que correr por la calle rescatando los retazos de mi vida amorosa frente a las risas de todos los vecinos de la cuadra, en cuyas manos fue a dar alguna foto a medio quemar. También pasa, sigue pasando, que esos globos de papel que están de moda, antes de llegar con mis buenos deseos al cielo, se autoincineran o se estrellan contra un árbol y están a punto de iniciar un incendio. Con los baños de hierbas compradas en el mercado, en cambio, es casi parte del rito quemarme con la olla primero o con el agua demasiado caliente después.
En ese afán por ser parte de los festejos del 31, me he atragantado y casi asfixiado con las doce uvas, mientras me tropiezo y caigo en la calle con todo y maleta, durante la vuelta a la manzana pensada como una premonición para viajar en el futuro. Empiezo entonces el año nuevo con las rodillas remelladas, con quemaduras y casi siempre un poco más deprimida y cansada de lo que había terminado el año anterior.
Empieza todo otra vez, 365 nuevos días para llenar de ansiedad y temor por el futuro. Desde hace algunos años, ni los baños de hierbas dulces me quitan ese desborde amargo del que me ha provisto la vida adulta: la enorme cantidad de responsabilidad que conlleva tener dos hijos y tres trabajos en los que sumo un promedio de noventa alumnos, y el esfuerzo sobrehumano de tratar de hacerles creer a ambos que el país va a salir adelante, que todos van a conseguir trabajo cuando se gradúen, que todo va a estar mejor.
Me esfuerzo mucho a diario por recuperar el optimismo y estar convencida del mensaje que transmito. Tengo períodos en los que me hago cargo con mucha energía de mi salud, mi alimentación y mi autocuidado. Me esmero y lo hago con convicción. Pero me pasa seguido que la convicción me dura lo mismo que el entusiasmo por los ritos de año nuevo y les tengo la misma fe, es decir, muy poca.
Es la fe precisamente el tema que me convoca a sentarme a escribir, la fe y sus laberintos: no digo trampas, porque a diferencia de sor Juana Inés, la que ha caído en las trampas he sido yo y no al revés. Aunque siempre hago referencia a mi maternidad, y se va convirtiendo en un lugar común para explicar todo lo que yo misma no entiendo bien, esta vez diría que, desde que soy madre, tengo más miedo de todo; me aborda en mitad de la calle una sensación de paranoia y peligro que antes no había experimentado y, junto con esas emociones, también se ha intensificado el deseo de tener fe en algo; una inmensa necesidad de encargarle a alguien más mis dudas, mis miedos y mis deseos.
Este 2020 cumpliré 39 años, de los que he dedicado casi veinte a esa inmensa necesidad de creer en algo, de sanar algo, de entenderlo todo; de reconectar los puentes quemados en la juventud o quién sabe, en otra vida. Ahora, en la tan manoseada crisis de la mediana edad, lo de creer en algo es más bien como tener un seguro de vida; lo de sanar algo, es porque el personaje hipocondríaco de mi juventud ahora, finalmente, empieza a mostrar síntomas verdaderos; lo de entender las cosas, es sobre todo para poder explicárselas a mis hijos. El vacío existencial de mis veinte, que era individual, romántico, edípico y tóxico, ahora es más bien de índole social, económico y apocalíptico.
Hace bastante más de veinte años abandoné con plena convicción la única religión que he profesado, el catolicismo; luego de una larga temporada abducida por el Opus Dei. Durante el primer vacío existencial de mi vida (o edad del burro) a los trece años, fui conducida inocentemente por mis padres a un campamento para chicas del que regresé convertida en catequista, rezadora de rosarios diarios, asistente devota a toda romería, confesión y misa. Me tomó algunos años comprender que, más allá del misticismo, todo era censura y escasez de sentido crítico y común. Tuve una tutora que me pedía cuentas precisas de la información de mis clases en mi colegio laico. Así fue como me prohibió leer Cien años de soledad (porque está en el Index librorum prohibitorum) y me dio el resumen autorizado por el Vaticano, un resumen sin sexo, peor aún, sin relaciones extramaritales, infidelidades, incestos y niños con cola de cerdo (esto lo sé ahora, porque leí el libro). Me tomó unos años, pero lo leí y me di cuenta que era muy raro que me prohibieran leer cualquier cosa. Y aunque lo de los libros me molestó mucho, no fue hasta que tuve un novio que sentí que estaban traspasando las fronteras con su aplicación de la religión. Mi tutora empezó a pedirme que lleve a mi novio y que lo invite a participar en las tertulias masculinas. Además, esperaba que le describa con detalles la manera en la que nos besábamos, cuántos centímetros de lengua ofrecíamos en cada beso y cuánto duraban, para aconsejarme cuál debería ser mi penitencia o qué tan intensa debía ser mi confesión y qué tan frecuente. Mientras tanto, ya había asistido a mi primer (y último) retiro espiritual de tres días en silencio, madrugando a las cinco a orar y bañándome en agua fría, en el que me dijeron que yo estaba evadiendo el llamado de Dios.
Desde ese momento intenté evadirlo lo mejor que pude. Me fui un año del país y al volver me cambié de casa para que ya no tuvieran mi número de teléfono ni supieran dónde encontrarme; no Dios que, en su forma más prosaica, no me ha vuelto a encontrar nunca, pero sí las numerarias, que me perseguían como si realmente de mí dependiera el correcto funcionamiento de la secta.
El catolicismo se llevó consigo la posibilidad de sentirme a gusto con otras formas de espiritualidad, y me resguardé, primero, en mi cinismo, en mis posibilidades intelectuales después y más tarde en una gama extensa de alternativas contempladas en el new age.
Cuando entré a estudiar en la universidad encontré nuevos ídolos y otro tipo de llamados. El llamado de Kafka, de Homero, de Tolstói. Adiós a los días oscuros del Index librorum prohibitorum. Encontré el psicoanálisis y el diván, en el que toda falsa moral y todo comportamiento edípico se convertían en materia de trabajo. Semana a semana, entregada a una nueva fe, iba moldeando a una nueva mujer, su libre albedrío, sus sueños, la muerte de Dios o más bien de la culpa. Y cuando, a pesar de tanto trabajo, todo parecía haber fallado y el vacío regresaba más hondo y tenebroso, también estaba ya en edad de ponerme en las manos de Paxil y Zoloft, dos buenos amigos para alivianar el peso imaginario de una vida con pocos atractivos y el perpetuo deseo de creer en algo que no oprima y no hiera.
Así han pasado los años, junto a las búsquedas, protocolos y alternativas cada vez menos ortodoxas. La ansiedad que lo abarca todo, que se convierte en migraña, que se disfraza de infarto, que se parece a la bipolaridad, esa sensación ambigua de no poder ver hacia adelante, de no encontrar un camino y de sentir que el presente es un sinsentido reforzado por la insufrible cotidianidad. Terapias psicológicas lacanianas acompañadas de acupuntura; terapias psicológicas conductistas combinadas con homeopatía; terapias de biomagnetismo complementadas con tarot. En cada nuevo doctor, gurú o terapeuta, una nueva fe depositada, un nuevo deseo de sanar lo invisible, de curar un síntoma o de ocultarlo.
En algún momento de tranquilidad y limbo, le pregunté a una terapeuta emocional, que trabajaba con los arcanos del tarot, pero también con hierbas, afirmaciones y decretos: ¿por qué, si mi vida es al final del día tan ordinaria y sin mayores sobresaltos, siento esta avidez por la búsqueda de sentido, por la resolución del pasado, incluso de aquel pasado que ni siquiera pertenece a esta vida y en el que no sé si creo; por qué la emotividad parece continuamente una herida abierta? Ella me explicaba que se trata de la Era de Acuario, en la que todo el mundo se encuentra en la búsqueda de sí mismo, su objetivo en la vida y la sanación. No he encontrado información demasiado verificable sobre la Era de Acuario y soy poco atenta a la astrología, pero hay quienes dicen que inició en la época del hippismo con la búsqueda de la paz, la armonía y una conciencia elevada y que continúa vigente y dura alrededor de dos mil años. El tiempo al que conocemos como New Age proviene de esa misma idea. Yo siempre me refería a lo new age con burlas, sin haberme dado cuenta de que yo misma era una destacada consumidora de sus mejores productos: orientalismo, medicina alternativa y sincretismos de todo tipo: dieta vegana, reiki, bioneuroemoción y meditación. ¿Resultados? Dependiendo de la época, nunca del todo permanentes.
Yo creía que el catolicismo me había dañado del todo, otro poco mis padres y mis relaciones afectivas dañinas; pero mientras he crecido, las adversidades han variado de rostro: el capitalismo extremo, la maternidad, la precariedad laboral, el transporte público, la inseguridad, los depredadores sexuales de niños, la escopolamina, los evangélicos en el poder, el mundo que gira perverso y nocivo sin dejar espacio para que mis hijos tengan un futuro digno.
La incertidumbre ha allanado mi mente. Si lo comento con mis amigos, me recomiendan que haga yoga, que deje de comer gluten, que adopte una mascota, que haga grounding (pisar el césped, sí, eso), que me compre gotas de CBD, que deconstruya mi pensamiento heteronormado, que milite en el feminismo antiespecista. Si se lo cuento a mi abuela, ora por mí. Si lo discutiera con mi madre, me llevaría a que me lean el puro; mi hermana, al psicólogo; mi marido, al taichi. Si les cuento a mis alumnos, me brindan brownies especiales y me hablan del poliamor.
Ahora que es enero, quisiera hacer la maleta a la hora a la que todos duermen para salir a dar la vuelta a la manzana, mientras como un puñado de uvas sin atorarme. Iniciaré mi propio fuego para encender en él mi corazón y mantenerlo en llamas, mientras supero los laberintos de la fe y los próximos once meses de otro año más en la Era de Acuario.
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