Hace unos cuantos años incursioné por primera vez en mi vida en la compleja tarea de ser funcionaria pública en el Ecuador, y aunque este artículo no se trata solo de esa experiencia, porque para esa triste telenovela de desencanto, se necesitaría un volumen más amplio, sí da inicio a lo que será, durante una larga temporada en el capítulo de nuestras vidas, el “Safari de la clase media apretada”.
Cuando era niña no sentía que éramos adinerados. Éramos cinco y nuestra casa era relativamente pequeña, teníamos un solo baño, mis hermanos compartían el cuarto, íbamos a colegios privados pero de no élite.
Salíamos de viaje casi todos los feriados y en vacaciones de verano pasábamos al menos una semana en la playa. Tuvimos una membresía a un club con piscina y comíamos afuera todos los domingos.
Nunca experimenté carencias, hasta que en la secundaria le pedí a mi mamá que me comprara un perfume y me dijo que esas eran “cosas de ricos”. Entonces no éramos ricos, pero la comodidad en la que vivíamos me había hecho sentir que siempre se podía tener más.
Supongo que como a buena parte del Ecuador, el contacto con la realidad y el fin absoluto de la bonanza nos llegó en 1999: entre el feriado bancario, la dolarización, la quiebra de varios bancos, entre ellos dos en los que mi papá tenía fondos de inversión que quedaron congelados y eventualmente se perdieron casi en su totalidad. No recuerdo haber visto a mi papá llorar, pero ahora que lo pienso con distancia, creo que debe haber llorado. Yo lo hubiera hecho.
Por esa misma época mis padres se divorciaron. Mal momento para volverse dos hogares, perder mucho y dividir lo que quedaba. Entonces empezamos realmente a vivir la vida, o mejor dicho, la economía que hasta hoy considero normal por su realismo. Todos conseguimos empleos. Yo estudiaba y trabajaba los fines de semana. Iba a la universidad en bus, como todo el mundo; contaba las monedas para la vaca de cerveza, como todo el mundo; almorzaba cevichochos y prefería comer poco y quedarme con algo de sueltos para los cigarrillos. Nada era difícil, tampoco cómodo. Solo normal.
Años más tarde, con muchos trabajos de por medio y nada de ahorros, me casé con un sujeto en condiciones bastante similares a las mías, una economía frágil y una profesión poco lucrativa, cómo la mía: un fotógrafo con una comunicadora aspirante a documentalista / escritora. Nuestro matrimonio lo celebramos en una pizzería un miércoles cualquiera. Nuestra casa se fue armando con los muebles viejos de mis suegros, la cama de mi papá, las ollas de mi mamá, el comedor de mi abuelita, mi velador de soltera. Nuestros libros, nuestras fotos, no mucho más. La vida de dos personas que yo consideraba normales.
Cuando tuvimos hijos, sin embargo, apareció la ambición de tener una casa propia, no sé si era una ambición genuina o la presión de los que nos rodeaban. De cualquier modo, caímos en esa tentación en un momento de aparente estabilidad, cuando teníamos dos trabajos fijos. Recibimos nuestra propia hipoteca a 25 años, como dos adultos que se respetan y que algo saben sobre el futuro.
Aquí es donde se enlazan las historias. Resulta que un trabajo fijo en el sector público en la década de la falsa prosperidad, era fijo solo mientras estabas callado en un rincón, esperando ser la última ficha del dominó que va a caer. Yo caí entre las cuatro primeras… yo y mi bocota.
Un jueves 2 de junio, luego del despido que no cuenta como intempestivo porque tu contrato era una porquería a prueba de esas cosas, me encontré en mi casa, de repente, sin trabajo. Una vez más sin ahorros. Esta vez con dos hijos escolarizados, una hipoteca y la deuda de mi maestría en Literatura. Es aquí dónde empieza el Safari.
Por suerte una de las dos cabezas de familia seguía teniendo un sueldo fijo. Pero una vez pagada la hipoteca, las pensiones y la tarjeta nuestro saldo conjunto era de 5$ para todo el mes. El lado positivo, estábamos sanos y más nos valía porque ya no teníamos seguro médico. El plan entonces era buscar trabajo, pero había tantos gastos que necesitábamos cubrir antes, que la idea era encontrar sólo trabajos freelance para poder cobrar la cesantía del IESS y cuidar a los hijos durante los siguientes meses de verano.
En ese momento me di cuenta de que cuando era niña habíamos sido ricos y yo no me había enterado hasta que era una adulta repleta de problemas económicos. Ese verano no pude llevar a mis hijos de vacaciones a ninguna parte, tampoco pagar un vacacional. Durante casi tres meses vivimos los tres sembrados en el parque de la esquina de la casa para no gastar gasolina. Les brindaba mandarinas y pasando un día helado de palito de 0,25 ctvs. Les llenaba la tina y les ponía gotitas de colorantes vegetales para jugar a que era piscina. Empecé a aceptar cualquier trabajo freelance, escritura de guiones para videos de venta de productos, corrección de estilo de etiquetas, fotos de eventos, todo por pagos absurdos y aunque eran una salida, pagaban cada factura 3 o 6 meses después. Cuando finalmente cobraba el dinero, ya estaba gastado, una buena parte en la cuenta de teléfono de tantas llamadas a preguntar si ya me podían pagar.
Empezó el año lectivo y cambiamos a nuestros hijos de escuela, por filosofía, pero también por economía, de conservador a Montessori para todos, hay unos 200$ de diferencias. En mis mañanas sin hijos empecé a crear sistemas de economía safari. Cronograma de los días en los que cada supermercado tiene descuentos: un día sólo para las verduras, otro día sólo para el pollo y los huevos y otro día para la carne, aunque con el tiempo me di cuenta que ese día se podía obviar si es que comíamos vegetariano al menos pasando un día o íbamos de visita a la casa de mi abuela a la hora del almuerzo.
Empecé a arreglar los clósets de toda la familia y a aprovechar cada prenda, juguete o zapato en buen estado para venderlo. Algunas cosas, si aún tienen etiquetas, se venden mejor en internet; otras, usadas pero en buen estado, se venden mejor en locales de segunda mano; y otras en no tan buen estado se venden en pulguero. Lo mismo con los libros, algunos electrodomésticos, artículos de bebé. Cómo además está de moda el minimalismo, es más fácil vender cosas con el pretexto de no querer ser acumuladora que admitiendo que no tienes dinero para la gasolina.
Vivir de “Safari” no es lindo, pero era la mejor forma de salir de la cama. Mi situación económica no me resultaba tan deprimente como la sensación de ser inútil, de tener no sólo una profesión, sino varias, todas inservibles para mantener a mi familia. Haber entregado tanto en un trabajo para luego sentirme humillada y sin ningún recurso a mi favor. No me había sentido tan deprimida en 20 años. Pensé en ir a un psicólogo o mejor a un psiquiatra, pero no había forma de pagarlo. Me compré una botella de ron barato y volví a fumar. En la noche nos servíamos con mi marido un par de shots y continuaba con la planificación de los siguientes días: enviar hojas de vida, rehacer la hoja de vida para calzar en algo más, inventar nuevos modos de servir arroz blanco y que no parezca tan aburrido y poco nutritivo.
Antes de la entrada a clases también tuve que lidiar con las listas de útiles escolares, pesadilla de todas las familias y en ese momento sólo otra etapa para sortear en el “safari”. En el centro histórico descubrí los almacenes mayoristas. Si madrugaba lo suficiente pagaba la cuarta parte de lo que hace 3 años había pagado en una papelería en el norte. Cuando tenía clara la movida, me ofrecí a comprar los útiles para el hijo de una amiga, que quedó tan contenta con el precio que hasta me dio una propina por haberle ahorrado tanto.
Los zapatos, en la parte alta de la Merced, dos pares por la mitad de lo que cuestan los zapatos en cualquier otro? almacén, aunque a veces vienen con los cordones distintos, muy largos o muy cortos, nada que no se pueda resolver. Pantalones y camisetas en los locales de los otavaleños de la calle Chile, de dónde regresaba a la casa con colaciones y quesadillas.
Con las necesidades básicas resueltas, empecé a pensar en otros modos de ahorrar y aprendí a fabricar jabón de platos, de ropa y desinfectante con bastante vinagre y bicarbonato comprado de contrabando en el mercado de Santa Clara. Me parecía que era el colmo gastar tanto en cosas que al final del día se van por el baño, y si preparaba un poco más podía canjear con algunas amigas abiertas a probar. Lo que nunca me funcionó fue dejar de usar desodorante y ponerme solo limón en las axilas: una persona tan ansiosa como yo no puede escatimar en anti-transpirante.
Más adelante aprendí a hacer ciertas cosas de comer, pasta de tomate, ají, chukruts y kombuchas, que son bebidas de té fermentadas, que pude vender más caro pero nunca aprendí a calcular bien los precios y aún así durante una buena temporada estas ventas fueron mi mayor ingreso económico. A veces por dinero, muchas veces por canje. Canje con miel, con libros, con ropa, con pan.
Nunca en esos años quise transmitirles a mis hijos la sensación de austeridad. El valor de las cosas sí, pero no la angustia de la carencia. Sin embargo, alguna vez que se fueron a pasar con su abuela, le preguntaron, “¿Puedes comprarnos un helado? No tiene que ser de cono, puede ser de palito, que cuesta menos”.
Siento que de algún modo aprendí desde joven que hablar de dinero es de mal gusto. Se tiene o no se tiene. Si no se tiene se calla, si se tiene también. No está bien preguntar cuánto ganas; no se estila contar cuánto gastas. No solo es de mal gusto, sino de mala educación. Además, que si algo tienes y hablas de carencias eres un malagradecido y un burgués que no se ha fijado en la situación de los pobres de verdad, los que sí pasan hambre. No cómo tú, artista.
En este tiempo extraño, en nuestro gran bache económico, estuve en situaciones que hoy me resultan cómicas. Casualmente, en una reunión en la que la mayoría de los invitados pasaría sus vacaciones en el Caribe y Europa, se saltaron mi turno cuando me tocaba decir que pasaríamos en la casa. En un restaurante debí decir que yo ya había comido para poder pedir solo un plato para mis hijos. En una reunión alguien me preguntó, “¿estás sin trabajo?, qué mal, yo en cambio tengo ahora 4 trabajos y varios proyectos en marcha”. Pero toqué fondo en una comida en la que los hijos de alguien sobraron toda la carne de sus churrascos y, cuando se levantaron, yo me la llevé en una funda adentro de mi cartera para servirles a mis hijos en la merienda.
Hoy me causa una mezcla de tristeza y rebeldía esa idea de que no se puede hablar de dinero, especialmente cuando no tienes y debes pretender que no es un problema en tu vida social, frente a un empleador, a tu familia extendida o a quién sea. “No, es que me encanta caminar en la lluvia”, “Estoy muy llena, coman ustedes”, “Para mí un agua sin gas, por favor”, “Nosotros les esperamos a la salida del teatro”, “Preferimos ir al parque, al aire libre es mejor”, “No será posible que me reciban el documento sin notarizar y notarizo cuando ya me contraten”, “Perdón, la fotocopiadora a color estaba dañada”, “Qué pena no ir a tu fiesta, es que los niños están con un poco de gripe”…
Afortunadamente, también se cruzaron en el camino verdaderas oportunidades de ser una misma con dinero o sin él: el remanso de alegría que son mis amigas madres. Puede que sea una coincidencia la forma en la que todas terminamos siendo parte de un grupo común, pero cada vez, mientras los hijos crecen, encontramos nuevos modos de comunicarnos. Sus carencias eran y son muy parecidas a las mías, en muchos casos porque tuvieron que dejar de trabajar para cuidar a sus hijos, dejar trabajos de tiempo completo, viajes, carreras, estudios para hacerse cargo de su hogar, muchas por decisión, otras sin opción. Y pasamos así a compartir nuestros tips de “Safari de la clase media apretada”. Una aprendió a hacer pasteles y ese volvió su único ingreso por mucho tiempo; otra contaba la historia de aprovechar para visitar varios días a la semana a familiares y amigos en horarios en los que se podía comer en sus casas; la que conserva las recetas médicas de los hijos para no tener que volver a ir a pagar la consulta con el pediatra o la que incluso vendía comida en la calle, con buena acogida. Una vendió el cabello y todas nos reíamos frente a la posibilidad de vender nuestros óvulos saludables. No hay tabú en la carencia. La pobreza y las limitaciones son sólo las del espíritu, no las de la billetera.
En otros encuentros menos favorables no faltaba quien me diga, “Si estás sin trabajo, deberías aprovechar escribiendo”, “Deberías disfrutar el tiempo libre, aprovechar las horas con tus hijos”. Esa gran diferencia entre la simpatía y la empatía, cuando nadie se puede poner en tus zapatos, porque están muy viejos. Cuando la cabeza está ocupada en resolver la cotidianidad, el talento en armar y reamar un Excel de gastos más favorable, en aprender a rezar para que este año no se dañe la refrigeradora vieja o te multen por manejar a 91 kilómetros por hora. Es tan difícil ocuparse de la subsistencia que no queda energía para crear, para lo edificante y lo romántico.
Hablar de lo que no se habla en tiempos en los que una se echa la culpa de todo lo que le pasa al Ecuador, a la economía del mundo, al hecho de dedicarse al arte, a la docencia, a la fotografía, esas carreras con pronósticos sombríos en nuestro país. Hablar de lo que no se habla tampoco es lucrativo, pero redime, permite reír, avergüenza y a la vez reconstruye la noción de lo edificante, y la energía para crear.
Hoy tengo trabajo. Tres trabajos. No estoy presumiendo frente a mis amigos que son freelancers y no han cobrado un cheque desde diciembre. Tengo tres con los que logro el sueldo de más o menos uno, sin afiliación al IESS, ni beneficios. y cómo me aconseja mi mamá, les pongo buena cara a todos, porqué al fin y al cabo: “¿No era eso lo que querías?”. Además, todavía me queda tiempo para recoger a mis hijos del colegio, cocinarles, estar con ellos por las tardes, intentar enseñarles inglés, lavar sábanas una vez a la semana y tener siempre presente la idea de que si lo hicimos una vez con 5$ al mes, lo podemos seguir haciendo con nuestros corazones de artistas, la crisis, el Ecuador y todo lo que el mundo tiene para seguir tirándonos a la cara. La pobreza está en el espíritu, no en el balance desfavorable de mi cuenta de ahorros inactiva desde hace 3 años. Hay que seguir. El futuro es incierto y prometedor.
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