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Foto del escritorPaulina Simon T.

La décima es la vencida o el confuso camino a la adultez

Me despierto a las 6:00 contra mi voluntad, porque la cortina vieja, no cubre toda la superficie de la ventana nueva. La ventana, que en realidad es una puerta, tiene unos 10 centímetros más de alto que este black out viejito, pero duradero, que ha protegido mi pesado sueño por ocho años en la casa que había pensado que sería en la que viviría toda mi vida.


Me acostumbré a qué la ventana de mi cuarto sea bien oscura, para tratar de amortiguar no solo la luz, sino la cantidad de bulla, los frenos de los carros justo a la entrada de la cuadra, el quejido de la puerta metálica que da a la calle y que se remordía siempre, el camión del gas muy puntual, los bocinazos de los vecinos que madrugan, las alarmas de las casas y de los autos.

Hoy me desperté y además de ese destello luminoso que entraba violento por los 10 centímetros descubiertos de cortina, piaban unos pollitos y ladraban los perros como si estuvieran en una fiesta; se paseaban un par de moscas por mi cabeza y había un caminito de hormigas en el velador. Finalmente nos mudamos, tal cómo dije que haría después de 4 meses de cuarentena estricta, pero la verdad es que hasta oír a las gallinas y lavar mi primera lavadora de ropa llena de lodo, no creía que sería real.


Nunca he sido muy hábil con el cambio. Esto me lo ha repetido hasta el cansancio mi madre. Lloraba incontrolable en el paso del Jardín de infantes a la escuela, del colegio a la Universidad; de temporadas largas dónde mi abuela, a mi casa. Lloraba cuando viajaba, cuando volvía, cuando hacía nuevas amistades y cuando las perdía. El cambio, el movimiento, la distancia, la diferencia, las separaciones. Pequeñas batallas perdidas frente a una vida de estabilidad y rutina. Sí haces siempre lo mismo, ¿Qué puede salir mal? Llega el COVID19 y la lógica de mi ansiedad frente al cambio se vuelve confeti, de ese hecho en casa con una perforadora.


Hoy mientras conecto la primera manguera que he tenido en mi vida y separo los residuos en muchísimas categorías, siento que aún no he llegado al tan deseado destino. Estoy ahí. Pero procesando lentamente, sin entregarme por completo, sin confiar demasiado en que esto sea definitivo. Me he mudado 10 veces en la vida. La primera es quizá el primer recuerdo que tengo de mi infancia, la tercera coincidió con mi entrada a la adolescencia, la sexta fue mi emancipación, la séptima mi matrimonio, la novena la llegada de mis hijos y esta de ahora la llegada del COVID, el fin de la primera infancia de esos chicos que hace nada gateaban y el arribo temperamental de mis 39 años con esa intensa crisis de la mediana edad de la que he hablado bastante en los últimos artículos.


39 años con mudanza en pandemia, me ha dolido tal cómo dolían todos los otros cambios; la euforia y la tristeza mezcladas para dar la bienvenida a un nuevo estilo de vida. Pero quizá me ha dolido más aún porque en todo el proceso me he topado con la verdad: ya soy una mujer adulta. ¿Así que esto es la vida, y esta soy yo?


Todo comenzó empacando la cocina. La consigna era achicarse y alivianarse. Algo que para mi sonaba sencillo, nunca me he considerado una acumuladora. Sin embargo, más que la cantidad, descubrí algo más relacionado a la calidad. Por un lado, tenía una cantidad considerable de aparatos de cocina dañados, guardados para un día arreglarlos, luego la vajilla, los cubiertos y los utensilios del “diario” en un estado de vejez, casi cercana a la destrucción. Por otro lado, en lugares recónditos de la alacena, los cubiertos “buenos”, los platos “buenos”, las tacitas de juego de té, un decantador de vino, floreros, cosas que no había usado jamás.


Entre mi dormitorio y mi escritorio pasé más de una semana. También sentada llorando (llorar es lo mío al parecer). Encontrar vestidos para alguna gala, zapatos de taco, la cartera de fiesta; junto con un afiche de un metro y medio de largo de Kurt Cobain, del que se han estado alimentando las polillas. Las invitaciones y los recuerdos del Baby Shower de mis hijos, junto con la museta de mi graduación del colegio y la banda de abanderada del pabellón de Quito, de la escuela; mis patines estrenados hace pocos años y el cinturón café de Karate de cuando tenía 10 años. Cartas, collares, dijes, mullos, florecitas secas, todas las cosas de una mujer adolescente, todas las cosas de una mujer que es madre, todas las cosas de una mujer con cierto tipo de aficiones y oficios: todos los periódicos del cine Ochoymedio, y las páginas de cine, de los viernes de El Comercio cuando Roberto Aguilar era el escritor (al menos hace unos 15 años), una colección de señaladores de página, pequeñas impresiones en papel fotográfico de fotogramas de las películas de Aki Akurismaki, todas y cada una de las hojas volantes producidas a los largo de tres años en mis trabajos de Programadora de Cine y todos los catálogos y revistas que he editado en 15 años, todos los origamis que aprendió a hacer mi hijo mayor, y los documentos de las declaraciones de impuesto a la renta de unos 8 años (esto último porque me dijeron que había que guardarlos para siempre).


Todas las mujeres que he sido fueron invitadas a empacar. Durante quince días nos reunimos ellas y yo en una plenaria imposible para tratar de sacar adelante algo, lo que sea. Sesiones intensivas de abrazarnos, de extrañarnos, de dejarnos empalagar por la melancolía, de no querer rendirse frente a la idea de que han pasado 20 años de una graduación, 15 años de cierto artículo escrito por primera vez, 25 años del primer amor. Qué no existe ningún modo de que vuelva a usar esa blusa china que alguna vez me compré en un viaje, qué el perfume que guardaba se ha evaporado, qué hay retos a los que simplemente nunca di la cara, cómo hacer ejercicio, por ejemplo, (encuentra unas mancuernas empolvadas y una soga para saltar detrás de los zapatos de fiesta, a las que tampoco fui). Frente a las evidencias, que han estado escondidas en cajones y clósets, esperando ser redescubiertas; imposible negarse al paso del tiempo. Este no es un cambio cualquiera, es mirar a mi vida y a esas mujeres que he sido, a los ojos y despedirlas o incorporarlas, pero asumir que no pueden andar por ahí alterando la continuidad del tiempo y del espacio; haciendo que la gente se sienta envejecida y asustada.


Siempre me intrigaba al oír la canción `Time´, de Pink Floyd, que estaría pensando David Gilmour (y Waters también, pero no me importaba mucho qué pensaba él) al cantar y escribir una canción qué parece el testamento de un hombre al final de su vida, cuando tenía 27 años. Siempre me consuela ver que a pesar de la vertiginosidad con la que debe haber vivido su vida Gilmour, sigue vivo.


So you run and you run to catch up with the sun but it's sinking

Racing around to come up behind you again.

The sun is the same in a relative way but you're older,

Shorter of breath and one day closer to death.


Corres y corres para alcanzar al sol, pero se está poniendo

y girando velozmente para de nuevo elevarse por detrás de ti

El sol es el mismo de modo relativo, pero tú eres más viejo

Corto de aliento y un día más cerca de la muerte


Unos días antes de la mudanza me armo de valor y mascarilla y hago una cita en la peluquería, con el mismo peluquero que me corta el cabello hace 14 años, ¿Para qué ir a otro lugar? Marlon ha sido el cómplice y testigo de mis innumerables cambios de look, la mayoría de ellos ocasionados por una crisis. Para una persona que le teme al cambio, esto de los cortes de pelo es un fetiche. De largo a corto, de corto a más corto, rojo, rosado, turquesa, amarrillo, mitad largo, mitad corto, cresta, ondulado, lacio, trenzado, rapado. Esta vez voy, como todas las anteriores, sin pensar que estoy viviendo una crisis, sino solo con el afán de hacer algo un poco diferente. Mi decisión es, sin embargo, la más clásica y conservadora de todos estos años, un cerquillo. Por un segundo pienso: “…y si me pinto el cerquillo de azul”. Pero la idea pasa de largo.

Las primeras personas que me ven, las pocas que me ven, me dicen: “Qué joven se te ve” y me doy cuenta del acto fallido, un cerquillo es lo que llevaba cuando tenía 10 años. Aunque estén de moda hoy en mujeres, está de moda desde hace un siglo en niñas pequeñas. Qué manera tan razonable de clausurar la plenaria con mis yos dispersos en el tiempo y el espacio, que aparentando menos edad de la que tengo.


Además de nostalgia y sorpresa, hay algo más. Creo que sí hay un aprendizaje, forzoso e intensivo, pero educativo a la vez. A los 39 años decido por primera vez en 10 mudanzas qué cosas son las que me pertenecen y quién soy en relación a los objetos que conservo y que me conservan a mi. Ya con un cerquillo y la apariencia de una quinceañera, con mi camisa de franela noventera y mis zapatos converse de color morado, puedo elegir qué cosas se quedan en mi vida, que cosas se van.

A los 39 años ya no llevo ningún par de zapatos que tengan taco, y tampoco esas ballerinas puntonas que parecen elegantes. No guardo ninguna cartera, ningún vestido largo, ninguna prenda que me haga sentir disfrazada, ni siquiera el saco de vestir con hombreras, nada que me haga lucir falsamente acorde con algún lugar o situación. Es más probable, que para esta próxima década asista más a funerales que a otra cosa. Entonces conservo ese único abrigo negro heredado. Ya no espero volverme elegante o parecerlo, intenté no sé para qué. También hice un paquete grande de revistas Vogue que le regalé a una querida amiga, es improbable que a estas alturas incursione en la moda o escriba para una revista de glamour, como creía que me gustaría hacer cuando tenía 20 años.


En relación al departamento de los oficios decido que yo no soy la hemeroteca del cine nacional. Buenos tiempos sin duda, pero estoy segura que si algún día me convierto en historiadora del cine ecuatoriano debería poder consultar esas dos toneladas de documentos en un archivo estatal. La memoria de los otros, no puede depender de mí, definitivamente. El tratamiento delicado que hay que dedicarle al ego de vez en cuando, para que viva el ahora con lo que sabe y lo que hace, sin esperar ser observado.


Finalmente algunas de las decisiones más complicadas tienen que ver con una ruptura generacional y emotiva. No volveré a guardar nunca más algo para cuando tenga visitas o exista una ocasión especial, creo que no solo la mudanza, sino el COVID ha dejado en claro esto más que nunca. Los “buenos” cubiertos se usan hoy. No existe más, tal cosa como la “vajilla del diario" o incluso el comedor del diario. Si no me llevo ni el vestido, ni los zapatos de taco, ni siquiera el maquillaje, peor aún me llevaré una costumbre heredada de la que no he aprendido nada. Quizá solo a guardar las apariencias. Algo que en mi vida actual ha dejado de tener sentido. Mientras más me oculto, menos me parezco a mi.

Mi encuentro con la sombra de mis vidas pasadas, de mi adolescencia y mi juventud me han puesto delante a una mujer que se ha ido construyendo a partir de las herencias y los hábitos de varias generaciones que le han antecedido. En mi casa convivían las costumbres de mi madre, y sus servilletas con estampados de vaquitas; mi abuela y su comedor, mi suegra y sus juegos de té. Es posible que al inicio de mi vida independiente y de mi vida de casada, haya recibido ávidamente aquellos aprendizajes y herencias; (he sido mucho más tradicional de lo que alguna vez creí) y me han acompañado, seguido y perseguido todos estos años. Ahora es el momento de fusionarlas, descartarlas, adquirir lo mejor, elegir qué es lo mío y que es lo de ellas y crecer.


Después de varias semanas de autovigilancia, fragilidad y firmeza (no sin llanto) a los 39 años en un verano con COVID, un camión de 45 metros contuvo toda mi vida (ya depurada) y la de mi familia, y nos depositó en un nuevo estilo de vida, frente a los ojos de una mujer única, que soy yo. Única en mi, ya no duplicada o multiplicada. Yo llegando a la madurez, con mi camisa de franela, mis converse y mi cerquillo, con un matamoscas en la mano y mi mirada puesta en presente, que es lo único que tengo.




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