Este es un tema sobre el que me cuesta escribir. Esta frase suena como un gran lugar común de la escritura. Pero me parece importante dejarles saber que cuando se ha elegido hablar desde la primera persona, hay ciertas cosas sobre las que duele escribir.
Todo el dolor que contuve mientras empacaba, sale mientras escribo y recuerdo difusamente como fueron esos días desarmando la casa: surreales, totalmente. Cómo la letra de una de mis canciones favoritas (favorita de casi todos los fans verdaderos) de Radiohead:
That there
That's not me
I go
Where I please
I walk through walls
I float down the Liffey
I'm not here
This isn't happening
I'm not here
I'm not here
Esa de ahí,
esa no soy yo
Yo voy a dónde me plazca
camino a través de las paredes
floto por el río Liffey
No estoy aquí
Esto no está pasando
No estoy aquí
No estoy aquí
Mi cama fue una herencia de mi hermano, que la había heredado hace poco de mi papá.
Él se compró una más grande y me la dio a mí. Fue mi primera cama de vivir sola. Salí de la casa de mi mamá a los 27 años. Algo que por esta época debe sonar tardísimo. Aún así salir de la casa y salir de vivir con la familia, fue una ruptura difícil en su momento. Mi mamá sufría y me decía: “No te vayas todavía, no te vayas todavía”.
Ese momento me conecta directamente con el abrazo que nos dimos en el aeropuerto con mi mamá hace un par de meses. Sentí que su pequeño cuerpo se iba a desvanecer en mis brazos. Ella fue la más fuerte hasta el final. Estuvo hecha la dura casi todo el tiempo. Pero en ese abrazo antes de entrar a Migración en el aeropuerto, parecía que nos íbamos a desbaratar ambas.
Pero seguimos.
Igual que un agosto hace 14 años cuando me fui a vivir sola con mi mejor amigo, con el que nadie podía creer que no me acostaba. No existía la noción de roomate en ese tiempo y todo el mundo: la señora que nos arrendaba el departamento, mi papá, sus papás, incluso nuestros amigos, creían que nos mudamos como pareja, pero que no queríamos contarle a nadie. Solo mi mamá entendió que éramos amigos y roomates.
Fue uno de los mejores años de nuestra amistad. A veces me da pena y me arrepiento de que haya durado tan poco. Vivimos juntos 1 año en la misma casa. Pero casi tres meses después de que nos mudáramos, se nos unió el Armando, que apareció un día sentado en la vereda de nuestra casa, y ese día se volvió nuestra fecha de aniversario, hace 14 años.
Aunque no sé mudó oficialmente con nosotros, pasaba la mayor del tiempo en nuestro departamento. Él era el que se acababa toda el agua caliente, del Alejo. Él se levantaba a las 5:00 a conectar el termostato, y cuando se iba a bañar a las 8:00, el Armando a las 7:00 ya se había acabado su agua, y le tocaba bañarse en agua fría. Pero nos dejaba a los dos pan y nos hacía jugo de tomate de árbol o de naranjilla para que desayunemos.
Fueron años emocionantes. Y ahí estaba mi cama, la cama mágica. Fuimos con mi mamá a la calle Ipiales (Centro Comercial del Ahorro) y compramos juntas las sábanas y el edredón. El edredón nos encantó a las 2, íbamos por la calle orgullosas con mi primera ropa de cama de mujer independiente.
Volvimos a la casa y tendimos la cama con todo nuevo y creo que pasamos un buen rato contemplando lo hermosa que quedó. Una cama lista para convertirse en el escenario de mi vida y de las próximas decisiones a tomar, que se volverían determinantes de mi destino.
Antes de que eso pase también fue el escenario de mi haciendo algo que he amado más que nada en mi vida, dormir. Aunque en mi cabeza debía aprovechar mi primera cama de soltera para adquirir toda la experiencia sexual para el resto de mi vida, en lugar de eso, me dediqué a ver películas y dormir hasta el mediodía, siempre que podía.
Ese tiempo no duró tanto como debería y pronto se iniciaría mi hogar en esa cama bien vestida. La cama en la que se concebirían, gestarían y nacerían nuestros hijos, la mayor obra de nuestras vidas.
La cama mágica fue el nombre que le puso el Nael hace un par de años, durante la pandemia. Él fue quien reconoció el encantamiento y lo nombró.
Una cama que fue escuela para el amor, campo minado, ring de box.
También por supuesto cambiador de pañales y lugar del primer gateo, de todas las primeras gracias de los bebés, de las primeras sonrisas de la mañana, los amaneceres mojados todos de pipí, las noches de vómitos y las noches de fiebres, las de dar de lactar cada dos horas leyendo twitter en mi Blackberry a las 3:00.
Leímos en la cama todas las noches desde que el Elías cumplió dos años. A veces leíamos de noche y continuábamos en la mañana si teníamos tiempo. El Nael se integró al club de lectura desde el día 2 de nacido. No tuvo opción. Esa ha sido posiblemente la única rutina que hemos mantenido siempre con los hijos, leer. Sobre todo si es en la cama.
Cuánta alegría y cuánta vida compartida; tantas historias y canciones, besos, mimos, golpes y patadas. Hijos a los que el papá tenía que devolver a sus camas 3 a 4 veces en la madrugada. Arruinado para siempre el hábito de dormir toda la noche.
Mi cama, de tan buena calidad que no se podía creer que le habían pasado varios camiones de vida por encima. No corrió con tanta suerte el hermoso edredón que compramos con mi mamá, el pobre se llevó siempre la peor parte. Con los años fue humildemente perdiendo su relleno, el color se fue casi desvaneciendo, empezó a tener manchas que ya no salían, se rompió en las costuras y mi mamá se encargó de coserlo varias veces. Soportó dos recién nacidos y años más tarde soportó una perra que se subía con las patas de lodo y se acostaba mojada para hacer la siesta, sin ni sacudirse.
Desde que nos planteamos viajar mi primer pensamiento fue qué hacer con la cama. La vendí dos veces en línea y cada vez cancelé la venta. Traté de acomodarla en la casa de mi mamá, pero no había espacio. Finalmente, a pesar de todo mi desprendimiento y de qué no dejé casi nada atrás, la cama se quedó encargada. No sé con qué intención, pero se me hizo imposible dejar ir toda su historia, su importancia en los fundamentos de nuestra familia, nuestros sueños abrigados todos estos años.
La cama fue lo último que sacamos de la casa.
Dormimos en ella hasta cuando ya no teníamos casi con qué taparnos.
La última noche fue emotiva.
Nos aseguramos de despedirnos bien de ella y de esos primeros 14 años de vida juntos.
En la madrugada, sin cortinas, me quedé contemplando esa oscuridad repleta de la sombras de los algarrobos, repitiendo mentalmente muchas de esas ideas que habían pasado por mi cabeza en ese “mi lado de la cama”. Si bien había sido la cama de la familia, primero fue mi cama; y sería mi cama a la que yo invité a los tres a venir a compartir la vida.
Pero primero fue mía. Acostada siempre del costado derecho pensando: en qué estoy metida ahora, de qué se trata la vida, quién se supone que soy. Levantándome a la madrugada con la linterna del celular a escribir sin lentes en mis diarios que estaban a lado en el velador. Desvelada con ideas, desvelada con dudas, desvelada por los hijos y el entrenamiento de la perrra cuando llegó.
Pero aunque hubo desvelos, lo que me traía la cama en mayor cantidad era descanso, certezas, nuevos amaneceres, oportunidades. Fue guarida y fue el refugio al que regresé todas las noches sabiendo que si me acostaba en ella y cerraba los ojos, sería transportada a un nuevo día en el que todo lo que no salió bien podría volver a intentarse. Mañana sería siempre otro día, si es que en la noche dormía abrazada a esta cama cómoda, suave, caliente, con la huella de mi cuerpo, de mi memoria, de mis sueños, de mi aroma, de mi.
Dos meses y medio después dormimos en un colchón de Ikea que venden hecho rollo, y que despliegas cuando llegas a tu casa y cobra su forma definitiva. Morgedal se llama (me parece divertido como los suecos de Ikea le ponen nombre a cada uno de los millones de ítems que venden). Comprarlo fue motivo de nuestra primera pelea de pareja en Canadá. Pero una vez que probamos el colchón pudimos resolver el tema y admitir que en realidad había una inversión bien hecha.
Morgedal aún sabe poco de nosotros, pero poco a poco le iremos integrando a nuestra historia y la de nuestros cuerpos que están aquí y a la de nuestros sueños, que aún no han aterrizado del todo en esta nueva vida.
Gracias, linda, por los recuerdos. Me hiciste llorar...