Llegó el día en que la casa estuvo finalmente vacía.
Hubiera sido una buena idea poner una cámara en algún rincón de la casa para hacer un time lapse de cómo iban mutando los espacios mientras salían muebles, se empacaban cajas, se movían de lugar a lugar las cosas que se iban a quedar hasta el final. Pasamos de una habitación a otra. Movimos por toda la casa el último colchón en el que dormíamos. Hasta que llegamos a este día, para mi el más angustioso de todos los que había vivido hasta aquí en los últimos cinco meses de vaciar la vida para empacarla. El día de la verdad. Todavía había demasiadas cosas. Todas en el suelo alrededor de cada maleta para encontrar su espacio y posición. El dilema del peso, la envoltura de las cosas frágiles, los rincones para las cosas pequeñitas.
Acompañé y ayudé a cada uno de mis hijos en esta misión desde el día uno: despedir la mayor parte de sus pertenencias, la selección en varias etapas de las cosas queridas, las decisiones finales. Fue un proceso de conocerlos mejor y comprender a través de los objetos, donde estaban sus afectos.
Con Elías, me doy cuenta que soy menos paciente y más estricta. El peso de ser el primer hijo puede ser abrumador. Siento que me cuesta más respetar sus deseos y trato frecuentemente de imponer los míos. Puede ser una lucha y motivo de discordia. Pero me emociona mucho saber que a pesar de esas diferencias terminamos siempre vencidos por un abrazo.
Volviendo a las maletas, aunque fue relativamente armónico, igual el caos “ordenado” que tuvimos durante tres días con todas las maletas abiertas y las cosas en el piso, siento que dejaron secuelas en mi sistema nervioso. Me acuerdo que daba vueltas alrededor de las maletas mientras les escribía a mis amigas por whatsapp cada cinco minutos diciéndoles: ¡Creo que no puedo hacer esto! ¡Siento que me va a dar algo! Les mandaba fotos del progreso que básicamente era: cosas entraban en la maleta y volvían a salir, y se seguían clasificando sobre la marcha.
Por suerte, en el segundo día apareció mi mamá. Yo le mantuve apartada durante todo el proceso de desarmar la casa. Mi madre siempre ha sido la mudadora oficial de la familia, pero es una ayuda que se termina siempre desbordando. Este es un tema sobre el que no quiero profundizar ahora mismo, porque da para un relato entero (tantas horas de terapia).
La cuestión es que en este momento su entrada en escena fue perfecta. Me ayudó a ordenar cada cosa, a entender la forma de que todo calce y se mantenga dentro del peso establecido, y que si algo se quedaba afuera, se podría quizá pagar una maleta adicional.
Luego ella me ayudó a conseguir que el tipo de sistema que yo había diseñado para las maletas, se aplique. La idea era: Que cada uno piense que en la mochila debe llevar todo lo que puede necesitar durante las primeras 24 horas. Es decir durante los vuelos, los aeropuertos, la noche de hotel, los siguientes vuelos y las salas de espera.
Les pedí a mis hijos que piensen que la maleta de mano es cómo un cajón donde tienen todo lo que pueden necesitar para los próximos tres días. Eso incluía: tres paradas de ropa completa, siempre extra medias y calzoncillos, una pijama; un saco y una chaqueta. Y luego, los juguetes que querían más cerca, un cuaderno, una cartera con lápices y colores, varios libros, la consola, el ipod, los audífonos. Luego en las maletas grandes las cosas iban igual organizadas como sabiendo que sería su clóset durante algunas semanas o meses, y sus artículos elegidos como elementos de arraigo.
Quisiera decir que este sistema funcionó cuando finalmente aterrizamos, pero es un sistema perfectible. No fue un desastre eso sí. Logramos efectivamente sobrevivir las 24 horas de viaje con las mochilas, los primeros 3 tres días con las maletas de mano y solo ahí empezar a abrir las maletas grandes.
Las maletas las había ido comprando poco a poco, desde mayo y andaban rodando por toda la casa, para que todo el mundo se familiarice con la suya. Para cuando empacamos en agosto ya todo sabían, y habían puesto sus etiquetas y sus propios distintivos.
Llenamos cinco maletas de 22 kilos, (aquí fue una extra que no nos íbamos a permitir, pero no tuvimos más remedio). Cuatro maletas de mano de 14 kilos. Cuatro mochilas grandes, mi cartera, la maleta de cámara.
Cuando veo las fotos que nos tomamos con las maletas no me explico cómo lo logramos. Además viajamos con nuestra perra. No quiero agregar más sobre este tema, pero viajar con la Agnes creo que nos hizo colapsar otras zonas de nuestro sistema nervioso, que no hemos recuperado del todo.
Mucha adrenalina para cargar, caminar, correr, aguantar, responder por todos. El viaje aunque dura un día, es una etapa en sí misma de todo el proceso de migrar.
Contrario a todo pronóstico y todo lo que me habían dicho, todas nuestras maletas llegaron siempre a tiempo y completas, otra obra de la Virgen de Baños, a quien iban encomendadas.
Casi tres meses más tarde, hace unos pocos días, después de convertir a nuestro departamento en un lugar perfectamente habitable (con sus imperfecciones), terminé de deshacer por completo mi maleta, la última que quedaba aún en pie. Acomodé mis cosas lo mejor que pude, organicé mi escritorio que me ha brindado estas largas jornadas de escritura desde que llegué y un gran orden a mi mente.
Saqué nuestras fotos, clavé un clavo en la pared para nuestra foto de familia y otro para nuestra foto insigne de pareja. Guardé la maleta en la bodega y creo que ahora siento que he llegado.
(Un poco más)
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