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Foto del escritorPaulina Simon T.

Del trabajo y las horas perdidas





Otra semana complicada en el trabajo. Ya son tres semanas desde el anuncio de los recortes de horas en la tienda.


No hay nada más difícil para mí que tratar de entender cómo hacer más plata. Me imagino que es la misma sensación que tiene cada adulto en el mundo en este mismo instante. Adultos de mi generación, qué posiblemente como yo, ya no llegaron a la distribución de los trabajos fijos y estables de la época de nuestros padres, sino que hicimos nuestras carreras saltando de freelance en freelance, de chaucha en chaucha, como decimos los quiteños, con una que otra etapa de trabajo fijo, que en mi caso siempre terminó en despidos intempestivos. Clásicos roles en el gobierno en la época en la que había plata y luego, de pronto, ya no.


Llevo más de 20 años pensando en cómo hacer más plata. Más aún en este tiempo de los prósperos negocios en internet, los influencers, y los canales de youtube. El dinero está en línea y yo a duras penas se postear historias deprimentes sobre mi estado de ánimo, en general bajo y por lo tanto poco lucrativo.


Migré pensando en eso también. En qué me parecía que a los 40 años ya no podía seguir pasando de un trabajo de medio tiempo a otro, sin lograr algo fijo, algo que le de seguridad económica a mi familia. Sé que no estoy sola en esta necesidad y en este deseo. Leo un poco más en la descripción de lo que le ha tocado en suerte a la generación a la que pertenezco y es una constante esa diferencia entre nosotros saltando de trabajo en trabajo a diferencia de nuestros padres y nuestros abuelos, empleados en las mismas compañías toda una vida, hasta jubilarse. 

No solo soy una persona ingenua a la hora de leer y entender las finanzas, sino que mi mentalidad no se ha adaptado a los cambios generacionales. Nunca integré educación financiera, no aprendí nada. Trabajé más de diez años para el negocio de mi padre, pero tampoco aprendí ahí, al contrario, se afianzó en mí la noción del empleado asalariado que detesta su trabajo y que siempre se siente perjudicado, pero que no tiene opción. Mi padre no me enseñó, yo tampoco pregunté, ni le pedí que me enseñara. Él siempre ha tenido una filosofía sobre el valor de las cosas, que aún no he logrado descifrar. Para aprender en la vida te tiene que costar. A mí sólo me ha costado. Estas lecciones me costaron diez años de mi vida en los que con mis rudimentarias habilidades administrativas mantuve a flote un negocio ajeno, pero no aprendí, ni gané nada. 

Cuando ese negocio vio sus mejores días gracias a mis gestiones, yo ya estaba fuera; ahora por qué había comenzado otra empresa menos rentable aún, tener hijos. 


A esas alturas ya tenía 30 años, diez trabajando en el negocio familiar y los mismos diez en una profesión construída a medias entre dar clases, escribir para revistas y periódicos, y ser freelance en industrias culturales, casi todas destinadas al fracaso (periódicos, festivales y salas de cine, proyectos como estrellas fugaces). 


Ahora tengo más de 40. Me acuerdo de la despedida cariñosa que me hicieron mis amigas con una fogata en la que todas me desearon cosas bellas y entre esos deseos, qué pueda realizarme. Quizá por eso mismo dejé de estar en contacto con la mayoría de la gente que me conocía, para no provocarles ninguna decepción. En la fórmula migratoria más común para venir a Canadá, uno de la pareja estudia y el otro trabaja. La pregunta siempre es en qué vas a trabajar y la respuesta más común es “en lo que sea”. Otra persona muy querida a la que conocí en el tiempo de ser periodista; sumada a mi psicóloga, me dijeron antes de viajar: “No alimentes ese pensamiento de qué vas a trabajar en lo que sea. No decidas que vas a trabajar en lo que sea. No desees trabajar en lo que sea”. Otras dos personas con las que perdí contacto, porqué como les podría explicar que, al final, trabajo “en lo que sea”. Cómo si mi destino profesional estuviera destinado al fracaso, a la explotación laboral, a sentirme menospreciada, a ser mediocre, a conformarme con poco, a encontrar limitaciones en todo lado.


Van a ser apenas dos años desde que salimos del Ecuador y en la fórmula de uno estudia y otro trabaja, él estudia y está por graduarse y yo trabajo, y estoy por morirme. Al comienzo pensé que sería temporal, quizá dos años es temporal, pero en mi impaciencia y agotamiento estos dos años se han sentido como una vida entera. Me pregunto a diario si este tiempo en el que he invertido mi vida y los cartílagos de mis rodillas, serán una inversión para el futuro, para la valoración de mi perfil migratorio, para pagar piso y que cada día trabajado cuente como experiencia canadiense.


Mientras se despeja esa incógnita, de sí hice lo correcto viniendo hasta acá, si hice lo correcto trabajando “en lo que sea”, aplico a otros trabajos, a todos los trabajos y recibo notificaciones automáticas diarias que dicen: “Nos encantó tu perfil, pero en este momento hemos decidido avanzar con otros candidatos”. Son tan automáticos los rechazos que incluso recibí una notificación que agradecía mi presencia en una entrevista grupal, a la que nunca me convocaron. El mercado laboral es árido y está lleno de trabas. Aquí, como en todo el mundo, tienes que conocer a alguien, es lo que todos me dicen. 


El recorte de horas es por qué el negocio no va bien, a pesar de que la tienda está siempre repleta de gente. Pero en esta época del año las donaciones que vendemos, no son tan abundantes, por qué los donantes ricos están de vacaciones en México para evitar las últimas semanas del invierno. Recorte de horas, quiere decir que nos pagan menos por hacer lo mismo, o incluso un poco más, pero en menos tiempo, e incluso nos quitaron el descanso de 15 minutos. Recorte de horas significa qué la gente odia un poco más el trabajo de lo normal, significa quejas en voz baja que se disipan rápidamente porque todo el mundo tiene miedo de perder el trabajo. Los comentarios generales son siempre: “Al menos tenemos trabajo, en otras empresas es peor, en este trabajo tenemos derecho a 15 minutos más de break, en este trabajo no te vigilan cuando vas al baño”, y así.

 

Continúo pensando en formas de hacer dinero, vender cosas en internet (algo que mi trabajo prohíbe, porque pueden pensar que estás revendiendo la mercadería de la tienda), repartir comida a domicilio, dar clases de español, pero la mayor parte del tiempo después del trabajo estoy ocupada llevando a mis hijos a sus prácticas deportivas, haciendo voluntariado en la biblioteca, o tan cansada que no puedo levantarme del sillón de la sala, una vez que con suerte me he podido sentar.


El sueldo de un trabajo cómo el mío, alcanza para hacer compras de víveres, poner gasolina y pagar los mínimos de las tarjetas de créditos. La inflación era algo de lo que solo oía hablar de niña cuando todavía había Sucres en el Ecuador y por supuesto, no entendía nada. Ahora la inflación es pagar cada semana 100$ más, por menos cosas en las compras. Hay que ser creativos. Aplicar al Foodbank, que cada vez tiene menos citas por la cantidad de gente que está sin trabajo. Ir a los barrios industriales a comprar frutas y verduras en las distribuidoras operadas por árabes, chinos y coreanos. Comer muchas lentejas, fréjoles con arroz y espinacas, y reservar carnes, huevos, frutas para los hijos en etapa de crecimiento. 


Este trabajo estable, con un sueldo básico es lo que tengo ahora. El camino recorrido se siente como un purgatorio personal, como una especie de consecuencia, castigo, karma, como si me hubiera convertido en un experimento. Pierdo la habilidad de comprender si la vida que vivo es mi decisión o es mi destino; si estoy aquí por una causa superior a mí o si es un error, mi error. Me acuerdo siempre de una de las frases más populares en mi entorno: “Por algo ha de ser”. Oigo el audiolibro de El hombre en busca de sentido y creo que este es mi tiempo de aprender a ser humilde, de controlar mi ego, de entender que no soy mejor que los demás, qué la empatía me hará más fuerte, que la convivencia en un entorno hostil me está haciendo más fuerte. También me imagino que tengo esta oportunidad de vivir una vida alterna a la que alguna vez imaginé, qué estoy en un proceso permanente de investigación con un fin mayor, que estoy experimentando una temporada de autoconocimiento acelerado. Qué para comprender qué es el capitalismo, la avaricia del rico, la esclavitud contemporánea, tengo que vivirlo en carne propia.


¿Cuánto control tengo sobre mi situación y mi vida? ¿Debo dejar que las cosas fluyan y esperar los resultados?¿Debo suponer que algo va a mejorar? ¿Debo ser paciente y pensar de manera positiva? 


Víctor Frankl en El hombre en busca de sentido aclara que de las situaciones por las que atraviesas lo único que puedes controlar es tu actitud. Hoy, después de tres semanas de cortes de horas y rebajas en el salario, decidí cortarme más horas yo misma y sentarme a contemplar el paisaje de mi vida mientras tomaba café y descargaba mi mente y mi cuerpo del encierro de una semana entera limpiando y ordenando una tienda caótica en la que el trabajo no se agota jamás. Controlar mi actitud me hará libre. Controlar mis finanzas ayudaría también, pero esa será otra historia. Hoy pude escribir, hacerlo me devolvió algo de mi libertad. 

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