Una noche de domingo hace un par de meses se celebró en los Estados Unidos el famoso encuentro de fútbol americano conocido cómo Super Bowl, uno de los eventos deportivos con más audiencia en América del Norte (según El País en su edición digital 100 millones de espectadores) y aparentemente, también en nuestros sureños dominios tuvo un gran impacto, porque las redes sociales amanecieron inundadas de posteos, particularmente sobre el acto del intermedio: Dos mujeres latinas brindándole al mundo un espectáculo de música y acrobacias de 15 minutos, que tuvo hablando a la gente, los periódicos y hasta uno que otro académico durante más de un mes.
Primero la cantante colombiana de 43 años, Shakira, en un popurrí de todas sus canciones, una mezcla entre inglés y español, danza árabe, reggaetón y rock. Luego la cantante, actriz, bailarina y empresaria puertorriqueña, de 51 años, JLo subida en un trono y en un pole, envuelta en una bandera de Puerto Rico, recordándole al público que a pesar de todo su éxito sigue siendo solo “Jenny from the Block”. El show cierra con ambas sacudiendo al estadio y al mundo con su espectáculo, sus voces, su baile, sus atuendos y sus cuerpos perfectamente torneados, atléticos y sensuales.
Por supuesto que, las dos mujeres no hicieron solo gala de su sabor latino, sino también de su crítica a la política migratoria de Trump, a través de una pequeña coreografía en la que varias niñas se liberan de sus jaulas para cantar juntas y libres.
En tiempos de redes sociales, es imposible que un evento de esta magnitud pase desapercibido y me resultó impactante ver la cantidad de reacciones en torno a estas dos mujeres, todas contradictorias entre sí. Para unos, JLo y Shakira son el estandarte para los latinos y su acto era político; para otros, el show era denigrante para las mujeres y pornográfico; mientras que para varios era una reivindicación de la feminidad latina. Álgidos debates, de ida y vuelta en Facebook y twitter. Y los medios tampoco se quedaron atrás, desde el Clarín, hasta El Mundo, los titulares rezan cosas tan dispares como: “De la exhibición al empoderamiento”; “Por qué incomodan los culos de J.Lo y Skakira”; “Activista cristiano planea demandar a la NFL por show”; “Shakira y Jennifer López, las caderas no mienten: ¿el show no fue apto para menores?” ; “El mensaje oculto en el show (…)”.
Aunque la verdad, personalmente yo no tenía ninguna opinión al respecto, peor aún después de ver el show en diferido en youtube; que me pareció repetitivo y excesivamente movido, solo de verlas bailar tanto, me cansé sentada en mi silla. Pero de pronto encontré algunos criterios con los que me costó menos identificarme y es esta idea de la idolatría al cuerpo de estas mujeres y la cantidad de menciones a su edad. Me empezó a aparecer publicidad de gimnasios con las fotos de J.Lo y Shakira con slogans cómo: “Llegue así a los 50”. Todos los memes estaban enfocados en declarar que el cuerpazo de J.Lo son los “nuevos cincuentas”. Solo una amiga muy querida, se atrevió a comentar lo que seguro muchas pensábamos. Y es que, más allá de que el acto de estas dos mujeres hubiera sido político o pornográfico; la idea que más resuena es que ser mujer y llegar a los 43 o mejor aún a los 51 años con ese cuerpazo y esa juventud; es lo que se necesita para triunfar en la vida.
Yo que mientras escribo esto, estoy sentada encorvada sobre el teclado, tomando la cuarta taza de café del día, miro en el canal de youtube de NFL el show de nuevo y le pauso cada que Shakira sacude los brazos para ver si se le mueve algo. Mientras repriso el movimiento, muevo mis dos brazos y parece que tengo alas, flácidas carnes pecosas se sacuden sin gracia debajo de mi brazo. Pauso cuando J.Lo se desliza por el tubo de pole dance y trato de ver si se le nota alguna arruga. Obviamente no tiene. Pero tampoco las tiene Madonna que ya cumplió 62 años. Yo veo mis labios resecos en el reflejo del celular mientras contesto un mensaje y me doy cuenta de dos leves y nuevos surcos que se empiezan a formar desde mi nariz hasta casi la quijada, y me hacen lucir seria y con un gesto que no sé descifrar.
En diciembre, tuvimos un encuentro navideño con unas amigas muy queridas. Todas nos conocimos a partir del nacimiento de nuestros hijos, en un grupo para hablar de la maternidad, la lactancia, etc. Y aunque ya no nos convocan esos temas, hemos persistido en vernos al menos una vez al año. En medio de un encuentro bastante animado y con bastante vino, no tengo certeza de qué modo empezó, pero cómo una de ellas había adelgazado muchísimo, de repente, justo después de atiborrarnos de comida, alguien empezó a preguntar ya desinhibida, qué cómo se hacía para bajar tanto de peso. Del peso, que siempre ha sido uno de los temas predilectos en los grupos de mujeres en los que he participado desde los 12 años, saltamos al ejercicio.
Yo me estaba riendo mucho con el tema de las dietas y las que habían empezado a hacer crossfit, que se entrenaban para el Ironman y que hacían hot yoga. De pronto, empecé a oír que ya hablaban de suplementos alimenticios y dejé de reírme tanto, y empecé a poner atención, más aún cuando continuaron con las diferentes marcas de colágeno que usaban y ahí empecé a hacer preguntas, porque mi abuela que tiene más de 70 años, consume colágeno; entonces no entendía porque nosotras que somos tan jóvenes teníamos que hablar de estas cosas. Pero solo fue empeorando. Luego pasamos a los cosméticos y yo me acababa de enterar que el rostro se dividía en tantas partes que podrían arrugarse de maneras infinitas y que por eso había que empezar a colocarse una pomada distinta en cada una de esas inexploradas zonas del rostro. Una de ellas dijo que usaba de cuatro a seis cremas diferentes, esto incluía el bloqueador solar, todas las mañanas y por lo menos otras tres en la noche. Además de los productos para el cuello, las pestañas y el dorso de las manos que se ponen antes de ir a dormir.
En algún momento, no podía creer, que nuestra conversación tan amena de jóvenes madres liberadas por una noche, había derivado en esta visita a la farmacia, al cosmetólogo y al portal de Amazon para guardar en la “Wish List” la crema de contorno de ojos, que tan bien le había sentado a una de ellas. La noche solo podía seguir con esta declaración: “Ya estamos viejas”.
Para este momento, ya borracha y aunque toda me daba risa, empecé a preguntarles una a una: “¿En serio estamos teniendo esta conversación?”, “¿En serio creen que necesitamos cremas?”, “Por favor hablemos de otra cosa” y mi declaración definitiva: “Yo todavía soy joven”. “Sí, pero no por mucho tiempo”, fue la respuesta en coro. Me senté en silencio, puesta mi chaqueta con hombreras regalada por mi madre, a escuchar todos sus argumentos: la elasticidad de la piel se empieza a perder desde los 30, la prevención es siempre mejor, que tener que ponerse botox, no es cuestión de vanidad, es la vida. Yo no era la única nerviosa con la dirección que había tomado esta noche; otra amiga igual de descontenta aseguró que le crujían las rodillas, que ya no le crecía el cabello cómo antes y que no tenía idea cómo iba a asistir a la futura adolescencia de su hijo, sin ser una vieja. “Cuando yo tenía 15” mi mamá ya era vieja, dijo. Luego entre todas hacemos las cuentas y le decimos: “Cuando tu tenías 15, tu mamá era menor que tú, ahora que tu hijo tiene todavía 5”. En defensa dice: “Ya, pero mi mamá si parecía vieja, usaba hombreras”. Se ríen. Yo estoy callada. Hasta que alguna señala las hombreras de mi chaqueta y al menos por un momento nos reímos todas a carcajadas sin miedo de arrugarnos más.
Cuando hicimos la foto del recuerdo, en lugar de whisky, alguna grito: “Calcibón”.
Fue un encuentro divertidísimo y una semana más tarde todas habíamos empezado a tomar calcio, cloruro de magnesio y polvito mágico y redentor de colágeno; y a hacer al menos sets de ejercicio de 5 minutos, de youtube al día.
¿Cuándo se empieza a envejecer y cuándo se deja de ser joven? No es la misma pregunta. Por qué yo, que soy joven, empecé esa misma noche a envejecer. De pronto analicé los últimos meses de mi vida, y me venían a la mente cosas cómo el día que me puse un vestido de colores para ir a trabajar y me dijeron cómo cumplido: “¡Qué juvenil!”. No sé me ocurre que a una joven alguien le diga algo tan redundante. También supe por un chequeo rutinario que a mis ojos ya les había llegado la presbicia, y qué, aunque no es necesario tratarla aún, ya nunca se irá. Mi colesterol se mantuvo alto por cuarto año consecutivo, tengo exceso de peso y unas manchas en las manos y en la frente. ¿Son estos problemas de salud, de vanidad o simples síntomas de la edad?
Regreso al video de Shakira y Jennifer López y me parece que se ven más jóvenes que cuando eran jóvenes. Existe una industria de la juventud, sin duda. El elevado capital de la juventud que no nos deja envejecer a las mujeres en especial; porque cuando entre las celebridades son hombres los que se han dejado las canas y las arrugas, todo el mundo les aplaude: “Qué viejos tan buenos son George Clooney y Brad Pitt”. Claro, que no se espera que dos mujeres que viven de bailar, sean flácidas, pero se entendería que tuvieran alguna línea de expresión en el rostro que nos hable de esos 40 o 50 años en el mundo, pero no.
Entonces es vanidad. Pero también es salud. Y sobretodo, actitud. Suena como un trabajo en el que se me irá la vida.
Tengo 38 años, en algunos meses cumpliré 39 y me temo que ya he empezado a vestirme juvenil. Siento que la energía que tenía a los 28 cuando hacía un millón de cosas al día y me divertía también, ahora se parece más a la batería del celular; tengo que hacer un esfuerzo para no entrar en “Modo Ahorro” desde las 11:00 y en estado “Solo Emergencias”, a partir de las 18:00. Me doy cuenta que mis alumnos creen que soy una señora, (aunque sí soy una señora). Hace 11 años, cuando empecé a dar clases, era una chica. Incluso los alumnos se podían enamorar todavía de mí, éramos relativamente contemporáneos.
Entonces es vanidad. Salud. Actitud; pero también es cuánto atractivo se va perdiendo mientras pasan los años y te pasan los hijos, la vida, los estudios, las fiestas, los viajes, los chuchaquis, las fiebres nocturnas de los bebés, los partos vaginales, las lactancias, el freelanceo, el matrimonio, seguir siendo una hija para tus padres, no aprender nada, seguir buscando el camino; cuando estás más cerca del fin, que del inicio. O estás justo en la mitad, para no ser tan dramática. Pero crees que las hombreras no son tan malas y te empieza a parecer que los jóvenes de ahora no son cómo los de antes, que la música de antes siempre fue mejor y la de ahora, no es música. Qué todo lo que no entendemos es de millenials o es hipster. Nos parece que todos son noveleros, menos yo que había leído 1984, cuando no estaba de moda y que me había hecho vegetariana, cuando no era trending topic y que tenía piercings y tatuajes antes de que todo el mundo los tenga. No solo me siento vieja, sino que empiezo a notar un poco de amargura en mis chistes, empiezan a hacerse un poco rancios, cómo todo lo que envejece.
Nunca fui vanidosa. Pero ahora más que querer verme bella, solo tengo miedo de verme vieja. Siempre me gustó el pelo de colores. Ahora, que aparece mi primera docena de canas, me parece que el blanco es la ausencia de color y me pongo triste. Siempre fui saludable, hipocondríaca, pero muy saludable. Ahora subo los tres pisos de mi departamento sin ascensor llevando las compras y siento que he hecho suficiente ejercicio para todo el mes, estoy agitada, sudorosa y creo que me ha subido la presión. Por la noche me tomo una arcoxia para el dolor de rodillas. Siempre me han gustado los chicos guapos, aunque no ejerza. Pero ahora no me atrevo a verles a los ojos; porque me aterrorizaría sostener una mirada joven y que piensen que soy una desubicada. Nunca más gustarle a nadie. Ni siquiera el matrimonio era un problema para eso, pero la vejez sí.
Tan lejos estoy de subir a un pole, cómo de subir a coronar una montaña, cómo de acordarme cuál de las cremas había que ponerse en qué orden y de oír las alarmas para tomar el colágeno y olvidarme todas las semanas de tomar.
Según algunos el éxito, la belleza y la juventud de Shakira y JLo radican en su constancia y dedicación (no en su fortuna millonaria). Pienso que no me sirven mucho de ejemplo. Según mis amigas es cuestión de envejecer dignamente, pero yo no le encuentro nada digno a perder elasticidad en todo el cuerpo y empezar a crujir y a olvidar.
Han sido demasiados golpes, demasiadas malas noticias o malos augurios. Sin embargo, debo decir qué, en medio de un panorama tan poco prometedor, con dos divas latinas en el horizonte de un mundo que espera que todas las latinas lleguemos a esa edad, de ese modo, he sentido madurez. Esa madurez que te alcanza cuando creces, no envejeces, si no creces. Esa especie de sabiduría que te hace sentir noble, que te hace sentir en capacidad de aceptar tus virtudes y en plena capacidad intelectual de explotar tus debilidades, en público incluso si hace falta y te pagan por hacerlo.
No me siento vieja. Un poco desmoralizada, sí. Pero me alegro de vivir lejana a mi adolescencia llena de vergüenzas y complejos; a mis veintes tratando de calzar, a mis treintas, incluso que van camino a extinguirse dentro de poco, y que me dieron la fuerza sobrenatural de parir y criar dos seres humanos. Extrañamente con una alegría melancólica, a pesar de todo lo que yo misma espero de mi cuerpo rechoncho y mis patas de gallo, los 40 se ven a lo lejos cómo el inicio de una adultez prometedora. Confío en que cada vez me importa menos lo que alguien pueda pensar de mí; confío en qué mis olvidos y mis paranoias me ayuden a escribir mejor; confío en que mis hijos pronto, adolescentes, van a subir las compras los tres pisos sin ascensor, confío en que mi esposo y yo podamos, volver a viajar solos y encontrar días sin rutina a los que nos podamos abrazar. Espero que mi actitud y mi cerebro sigan siendo atractivos para poder existir con coherencia. Espero sobre todo que mi temor a tener arrugas, no vaya volviéndose miedo a la vida que todavía me queda intacta por vivir.
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