Ahora mismo mientras compongo este pequeño texto, robándole tiempo a todas las ocupaciones y pendientes que tengo, está nevando. Es la segunda vez que nieva en lo que va de la temporada. La primera nevada fue hermosa y romántica, y lo mejor aún, no duró. A los tres días subió la temperatura y todo se descongeló y volvió a la normalidad por un momento.
Las treguas que nos da el clima de esta ciudad se agradecen. Pero esta segunda nevada, la que acaba de comenzar hace unos 20 minutos, se supone que es la buena, la que viene para quedarse por los próximos cuatro meses, con suerte. Solo pienso en el frío de afuera y me acuerdo del frío que sentí cuando estaba a punto de dar a luz. Será por eso que pensar en sentir frío se me hace un poco traumático.
Este texto no será sobre el frío en sí, sino sobre algo esencialmente importante para sobrevivir el frío en esta ciudad: tener un auto. Aunque hemos disfrutado activamente de nuestras enormes travesías, de cabo a rabo de la ciudad en bus y tren. Las esperas que se prolongan más de 5 minutos en la parada abierta se sienten como el preámbulo de una muerte segura. Anoche fue Halloween y vivimos la experiencia de tomar un total de tres buses, caminar 4 kilómetros en cuesta y al menos unos 25 minutos de espera entre parada y parada; y sentí que iba a morir. Miré mi celular a riesgo de que se me congelaran las manos y decía que había 7 grados centígrados. Cómo pueden 7 grados sentirse así. Hace un mes 7 grados eran una temperatura ideal para salir. Es tan relativa la temperatura. Mientras más se aleja el sol, más rápidamente el viento helado te corta la cara y te quita el aliento, te golpea en el pecho como una tabla.
Anoche me demoré horas en quitarme el frío, me metí por lo menos una hora en la ducha hasta casi despellejarme para volver a sentir calor. Nada de lo que escribo es una exageración. Es exactamente lo que siento. Por eso me río cuando mi mamá me manda whatsapp diciéndome: ¡Ay hijita tú solo abrígate! Mejor ni trato de explicarle, ¿para qué? Y cuando todo el mundo me dice, el clásico: ¡Sólo vístete por capas! Para qué explicarles que ya tengo todas las capas y se supone que esto recién empieza y yo ya me congelé.
Este texto es para hablar del auto, pero no del que tenemos que comprar casi de inmediato, por Amazon si fuera posible, para no morir en los próximos cuatro meses, sino del carro que teníamos antes de viajar, de nuestro adorado Grand Vitara.
No puede haber un auto nuevo en nuestras vidas (con o sin frío) sin haberme dedicado a cabalidad a escribir este texto, para despedirme de él primero. Nuestro carro, pieza importante para la arqueología familiar y la de nuestro recorrido por la mayor cantidad de rincones del Ecuador que nos fue posible conocer durante 8 años.
Es extraño cuánto puede llegar a significar un carro para una familia. Quizá en especial en un país como el nuestro, que por un lado tiene tantos caminos por recorrer y relativamente tan cercanos entre sí. En menos de 6 horas pasas de la Sierra a la Costa, de la Sierra a la Amazonía y así. Y luego el otro factor, el menos divertido, el del tráfico de la ciudad. En Quito pasábamos la mitad de nuestra vida en el auto. En especial la última temporada que nos fuimos a vivir tan lejos de todo.
Sin embargo, haber hecho todos esos recorridos no me pesan para nada mientras revivo todo lo andado en el Grand Vitara. Ahora me parecen momentos gloriosos, de locura, gritos, carcajadas. Música a todo volumen. Momentos de ir desayunando (tenemos el código Desayuno To Go), de ir haciendo pipí adentro de una botella, de caerse de cabeza debajo del asiento, de cantar karaoke con la canción de Frozen cuando el Elías tenía dos años y de asistir la emergencia de la cabeza rota del Nael, mientras seguía manejando.
Compramos nuestro Grand Vitara de la rentadora de autos de mi padre. Apenas vimos que se estaba volviendo complicado tener un carro de tres puertas con silla de bebé, mi papá nos consiguió este carro.
Desde 2011 hasta 2022: viajamos en él a la clínica cuando nacía el Nael. Solo me acuerdo que había visto en un capítulo de Grey 's Anatomy que no debía poner las piernas sobre el tablero. Así que hice mi mejor esfuerzo para no subirlas y no gritar tanto como cuando nació el Elías.
Viajamos (14 horas en dos días) a la defensa de la tesis de la maestría que estudié en la Universidad de Loja. Tenía que presentarme un miércoles y mi plan era ir sola en avión. Pero al Armando se le ocurrió que mejor vayamos TODOS, por tierra. Supuse que no se sentía capaz de quedarse solo con los dos tan pequeños. Nael, 1 año y medio. Elías, 3 años.
Viajamos por tramos. El primero fue hasta Alausí, una ciudad a 5 horas de Quito. Siempre en nuestros viajes hemos hecho muchas paradas, más aún cuando teníamos hijos tan pequeños. Ambos odiaban las sillas y los cinturones de seguridad, había que lidiar con eso todo el viaje. Por suerte nunca fueron de los que vomitaban; pero igual, se quejaban cada segundo del camino. Jugábamos a las frutas, cantábamos o gritábamos Bohemian Rhapsody, comían, peleaban, etc. Yo siempre he preferido manejar para desentenderme de todo esto.
Después de dos días en Alausí, nos dirigimos a Cuenca, para hacer una parada de medio día, justo un 3 de noviembre en las fiestas de la ciudad. Paseamos, comimos, el Armando perdió su gorra gris. Nos alistamos para ir directo a Loja. Fue un camino infame, eterno. Nunca nos olvidamos cuando paramos en medio del páramo en Salasaca para que el Elías haga caca. Les bajamos a ambos y el Nael se fue corriendo en la dirección contraria, no quería volver a subirse ni estar un segundo más en el asiento. El Armando corriendo detrás de él en la mitad del campo, el Grand Vitara estacionado con luces de parqueo en media vía, esperándonos.
Llegamos a Loja, me choqué contra un guardarrail, llegamos al hotel con el guardafango en las manos, pero llegamos. No hay nada que contar del regreso. Pero me acordé como en un regreso de la playa de Bahía. Llegamos a almorzar en Santo Domingo, el tramo final antes de llegar a la casa, y apenas nos estacionamos mis dos hijos se bajaron y se lanzaron a una piscina. El Nael tendría 3 años y no sabía nadar. Creo que ese día aprendió.
Otra vez, también volviendo de la playa, nuestro destino favorito, algo se dañó, no sé qué. Y nos quedamos parados por la Mitad del Mundo, muy cerca de la casa. Pero tuvimos la suerte de hacer nuestro primer viaje en wincha y aunque era ilegal que vayan personas dentro del carro subido a la plataforma, a nadie le importó. Nos divertimos los cuatro viendo la ciudad desde otra altura, y acompañando a nuestro amado y fiel auto hasta la mecánica.
Ahora que mencioné el viaje en wincha me doy cuenta que en mi caso no era la primera vez. Unos años antes, embarazada del Nael fuimos a cenar a la casa de unos amigos y cuando terminamos de comer y nos disponíamos a irnos, el Grand Vitara no se encendió. Llamamos a la wincha y cuando llegó destaparon el capot y nos enteramos que le habían robado la mitad de todo lo que tenía adentro. También esa vez me fui subida en la wincha y el Armando en la grúa con el chofer.
Este puede ser el mejor momento para mencionar que la posibilidad de mantener este carro, recorriendo tanto, con sus achaques y chocándose bastante seguido, solo fue posible porqué mi papá fue durante 8 años su mecánico y un tiempo largo también mi hermano.
Ambos me insultaban a cada rato por el estado en el que estaba el carro. Yo la verdad hasta ahora nunca he sabido muy bien a qué se referían. No sé qué esperaban de un carro en el que viajaron desde el año y recién nacido; hasta los 11 y los 8 años dos niños bastante llenos de energía, por miles de kilómetros.
Creciendo y viendo el mundo. Ese carro era nuestra segunda casa. Ellos tenían cada uno sus juguetes, sus libros, stickers pegados en cada una de las ventanas, en sus asientos migas, restos de plastilinas, cáscaras de mandarina disecadas, palos de helado, dibujos con esfero. Siempre que llevaba el carro a lavar, tenía que dejar una generosa propina y disculparme; y si no, igual me cobraban algo adicional. Entonces mi papá y mi hermano se enojaban conmigo por la suciedad, por los raspones, por los golpes, por la tapicería en mal estado, por el choque anual, y así…
Cuando se acercaba la fecha del viaje empezó la disyuntiva de la venta del carro y puedo decir que sin la ayuda de mi papá no hubiera sido posible que nos hiciéramos cargo de venderlo; así cómo ahora somos incapaces de comprar un carro en Canadá, sin la omnipresencia mecánica de mi papá, que ahora solo puede asesorarnos muy poco por whatsapp.
Dos meses antes de viajar hubo una venta fallida del carro. Fue fallida, porque yo lo dejé en la mecánica y volví a la casa en un carro prestado y les dije a mis hijos: “Ya se vendió el carro”. Se volvieron locos. Lloraron, gritaron, pidieron hablar con su abuelo para decirle que era un maldito (palabras de ellos). Mi papá que nunca ha sido de sentimentalismos, peor todavía con un carro cuando para él los autos son solo herramientas de trabajo; no pudo resistirse a los llantos desconsolados de sus nietos y nos devolvió el carro, para que se puedan despedir (casi un mes más).
Aunque era un riesgo, de despedida les llevé a un último viaje. Nos despedimos del Grand Vitara en el día del cumpleaños 11 del Elías, viajando a una de mis ciudades favoritas del Ecuador, Baños. Fuimos a qué el Elías se despida de su amigo Samuel, celebramos su cumpleaños, pasamos saludando al Cotopaxi, el compañero infalible de todos los viajes de mi infancia para visitar a mis abuelos en Latacunga.
Tomamos los helados de sabores de crema de la Avanzada en Machachi y también siento que me despedí de mi madre en ese viaje. Ella nos acompañó y creo que fueron los últimos momentos que disfrutamos juntas, conversando, tomando una cerveza, un café, riéndonos, conversando de cualquier cosa, menos del viaje. Fuimos al santuario de la Virgen de Baños y entramos, quería mostrarles a mis hijos los Ex votos, enormes y preciosos en las paredes de la iglesia. Mis favoritos desde niña. Me impactaban tanto que incluso 30 años después busqué el modo de hablar sobre ellos en las clases de arte que dictaba en la universidad. Quería que mis hijos los vean.
Luego fuimos a prender velas y ese fue el único momento en qué mi mamá habló del viaje, mientras nos encomendaba a mis hijos y a mí a la Virgen de Baños. Quizá como en mi familia no hemos inculcado la religiosidad, este gesto fue más mágico incluso. Los rostros de mis hijos estaban iluminados por la llama de cientos de velas al pie de la Virgen. También yo me sentía conmovida y a la salida me compré un collar con la Virgen a un lado y el Divino Niño al otro. Pensé que lo que se venía con el viaje iba a ser tan difícil, que no estaría demás pedir un poco de ayuda adicional.
Durante el día que viajamos y hasta que no llegamos a nuestro destino final, el collar estuvo colgado en mi cuello. Un amuleto, una fuerza interior, una cábala, una protección. Se me hace importante escribir esto hoy, cuando esta mañana frente al frío intimidante, volví a sacar el collar de la Virgen de mi cofrecito. No me lo había puesto durante éstos dos meses, pero esta mañana lo iba a necesitar y está metido en el bolsillo de una de las tantas capas de ropa que estoy usando (incluso estando dentro de la casa).
Entonces todos se despidieron.
Y yo recorrí con él por última vez el kilómetro y medio del camino de eucaliptos en la entrada de tierra de nuestra casa de alquiler en Tababela en la que el Elías aprendió a manejar sentado en las piernas del Armando y yo me choqué primero contra el muro, y luego contra un árbol. En ese camino en el que mis hijos iban, de entrada y de salida, parados en las ventanas abiertas y agarrados de la parrilla, casi siempre gritando.
Esta entrada que recorrimos cientos de veces en dos años y que fue la responsable de que el Grand Vitara tuviera la suspensión destruída (más quejas de mi papá).
De ahí fuimos a que le den su última lavada. Dejé la última propina. Allá va la señora sucia, de los niños sucios, debieron pensar.
Le dejé una tarde de lunes, tres semanas antes de viajar. casi no pude decirle nada. ¿Cómo se le habla a un carro? Cómo le digo que ha sido el mejor compañero para una vida loca, distraída y feliz, repleta de caminos esplendorosos, de atardeceres en la carretera a la playa, de montañas y neblinas, de caminos adoquinados y de lodo; el único testigo de mis práctica de las clases de canto, el sobreviviente a cada uno de mis despistes, y el que siempre nos llevó seguros a toda la familia a cada destino y mucho más.
Le tomé unas fotos y me fui.
No he sabido más de él.
No me había atrevido a escribirlo, porque no sabía qué era lo importante de escribir sobre un carro. Sin embargo, me lo había dejado de tarea y hoy fue un buen momento para decirle un adiós remoto a nuestra nave del pasado; mientras busco en internet la nave del futuro, una que resista temperaturas extremas y a pasajeros que prometen ser un poco más juiciosos, en especial ahora que ya no está cerca el abuelo mecánico que lo solucionaba todo.
Qué esa nueva nave traiga nuevas aventuras, una y otra vez.
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