Era un jueves de principios de noviembre de 2019 y eran aproximadamente las 17:30. Bajaba por la avenida Colón. Parecía que iba a llover. Había terminado una semana llena de trabajo, salía de dos horas de clase: la eternidad.
El último paralelo del día siempre es el peor. Están cansados o yo estoy cansada; llegan tarde o no vienen y hay que replantear todo lo previsto. Y los que están no leyeron, no responden, no comentan, no se inmutan; entonces hay que seguir sacando planes del mágico cerebro de El Profesor Fundido para acabar con el suplicio.
Escribo en el pizarrón mientras hablo de espaldas a los chicos. Me volteo y todos están viendo sus teléfonos. Paso el resto de la hora de clase caminando entre los pupitres, gritando: “¡Guarda el celular, por favor!” Te tuercen los ojos, se lo ponen debajo de la pierna; te das la vuelta, lo vuelven a sacar. Detalles de la docencia que los profesores comentamos susurrando en los corredores de la vida, porque es nuestro trabajo y el trabajo en este tiempo se agradece, el trabajo enaltece, el trabajo paga deudas. Comentamos entre profesores nuestras odiseas escolares, ¿o son calvarios? Lo hacemos con discreción, en voz baja, porque el alumno es un cliente al que hay satisfacer, y no debe enterarse de lo que piensas o sientes al tener que ganarte la vida compartiendo un mensaje que no le interesa a nadie, aunque apliques todas las herramientas posmodernas de El Docente Malabarista para enseñar y entretener a la vez.
Caminaba bajo una llovizna leve, las gotas sucias de esmog humedeciendo mis lentes, lo primero que se nos moja a los miopes. Necesitaba sacudirme el tiempo perdido, cientos de palabras dichas para ser olvidadas; necesitaba que el olor negro del escape de un bus me recordara que estaba viva, que el olor a grasa de pollo frito (hay tres pollerías en la misma vereda) y los pitos de los taxistas que se amontonan en la esquina de la Colón me devolvieran las fuerzas, me hicieran perder esa sensación de desperdicio de vida. Bajé a los subsuelos de las torres de Almagro, que dan siempre esa sensación de clandestinidad. Entré en un almacén de chucherías, me di la vuelta sin ánimo de comprar nada, perseguida por la dependienta, a su vez perseguida por su patrona, una mujer china con el cabello teñido de naranja. Agradecí y salí. Compré un cigarrillo en la esquina y lo prendí. No sé por qué. Yo no fumo. Eso creo. Le di un par de pitadas mientras empezaba a llover de verdad. Tenía en la mochila un paraguas pequeño, lleno de huecos. En lugar de quedarme bajo techo o entrar de nuevo al almacén chino, salí deliberadamente a mojarme como solo te mojas en Quito, con agua helada y sucia y el viento en la cara.
Pateaba la calle con algo de ira, una mezcla de adrenalina y vacío. Avanzaba y en los bordes de las calles se hacían charcos. Paré en una tienda, compré salchichas y pan de funda, mi marido les ofreció hot dogs a los chicos.
(Llegar a la casa, otra odisea contemporánea. Sacudirse el asco, el cinismo, poner una linda cara, abrazar, contener, encontrar fuerza para llegar hasta la noche, leer el cuento, irse a dormir y volver a empezar).
La vereda a la altura del semáforo está repleta de gente. Estamos apretados uno al lado del otro. Una gota del paraguas de la señora que está a mi lado cae y eriza mi cuello. Abrazo la mochila frente a mi pecho y me lanzó a la calle con la multitud empapada, casi parando el tráfico para meternos corriendo en la estación del trole. Se forma una fila enorme para cambiar las monedas. Yo tengo una obsesión con tener siempre el cambio justo, la moneda de veinticinco centavos siempre en el bolsillo pequeñito del pantalón. Entro corriendo directo al fondo de la parada. Trato con dificultad de secarme los lentes, pero no tengo nada seco. Llega un bus y quiero irme lo más rápido de ahí, la parada está atestada de gente mojada. Me muero de frío. No quiero esperar el siguiente bus y me abro camino como puedo bajando la mochila, pidiendo paso, me aprieto lo que más puedo, pero no lo consigo y salgo disparada hacia la baranda.
Espero
Mientras lo hago recorren la parada dos hombres también mojados, el uno anda con muletas y avanza con la pierna derecha hacia adelante, con su pie desnudo atravesado por clavos metálicos mojados y brillantes; el otro va atrás con un papel en la mano preguntando a la gente por una dirección. Hay tanta gente que cuando pasan a mi lado los fierros que sostienen el pie del hombre me rozan y siento escalofríos.
Otro bus. Empujo con mi mochila para poder entrar y aparezco de golpe en el centro del bus, en el corredor, no alcanzó siquiera a agarrarme del tubo. Estoy metida debajo de una pareja de enamorados, casi sin piso; pero me quedo ahí. Si alzo la cabeza los miro a ambos en contrapicado. Llevan el uniforme de la UCE (Universidad Central del Ecuador), hablan bajito sobre alguna tarea, sobre algún profesor: él le pasa delicadamente la mano por la cabeza, acariciando el cabello, colocándole un mechón detrás de la oreja. Podrían ser mis alumnos, pienso. ¿Qué dirán en los corredores de la vida los alumnos de mí? ¿Será que tienen opiniones como las que tengo yo sobre sus comportamientos o no pierden su tiempo en esas cosas? A esa hora viajan siempre los estudiantes de la jornada vespertina y siempre hablan de los “licenciados” y las demasiadas tareas que tienen. Yo nunca mando muchas tareas y casi siempre que lo hago parece que les pidiera un favor enorme. Quizá no son ellos. Quizá la del problema soy yo.
Un quejido irrumpe de pronto en el bus: un hombre, un mendigo, grita entre sollozos de ira: “¡Hermano, sabes lo que es vivir en la calle en este frío, con esta lluvia, sin tener qué comer! ¡Hermano, sabes que yo tenía un trabajo, tenía mi caja de caramelos, pero en el paro los manifestantes me la rompieron! ¡Hermano, TÚ no sabes lo que es pasar hambre en estas calles!”
Lo decía y retumbaba como un trueno. Su presencia, trágica, causaba conmoción. Sus palabras dolían más que las de todos los otros personajes que acostumbramos oír en el bus. Este era un quejido doliente que retumbó en las cabezas de todos, porque era a la vez una súplica y una amenaza. Yo estaba tan lejos de la mochila que no pude coger ni una moneda. La pareja de novios sí. Él sacó de su bolsillo unas monedas, ella tenía otras y las puso, amorosa, junto a las de él en un gesto delicado y tembloroso. El hombre pasó a nuestro lado, estaba empapado y su olor era insoportable: orines, humedad, licor, calle, miseria. Pasó por nuestro lado apretándose con un montón de bolsas y cosas que tenía amarradas a su espalda (su vivienda a cuestas). Y gritaba: “¡Gracias hermano, Dios te dé más!”; pero entre grito y grito también susurraba, bajito, esto: “También podría robarles, pero hoy no quiero”.
Me aferré a la pareja de enamorados como si fueran mis padres. Primero los miraba conmovida por lo delicado de su amor juvenil y ahora yo era una niña diminuta que se apoyaba en ellos para sentirme segura. No sé en qué parada se bajó el hombre, pero había una atmósfera tensa en todo el bus, todos viajábamos en silencio entre los cristales empañados, afuera seguía lloviendo, el olor intenso a humedad. Yo llegué a mi parada, la última, tratando de sacudirme el temor, la lástima, la impotencia y el miedo. Como una niña que interrumpe una pesadilla despertando.
Escampó. Caminé cabizbaja y friolenta las siete cuadras que separaban un mundo en decadencia de mi hogar. Recibí abrazos e indiferencia ante mis historias urbanas. Comimos hot dogs. El día acabó.
•
Al día siguiente volvía a casa más temprano, en el mismo bus. Hacía sol. Con la claridad del día, el miedo se disipa. Me sentía más tranquila, hasta optimista. La vida puede ser otra cosa, la ciudad puede cambiar. No todo es tan malo. Hay que tener esperanza, hay que ser solidarios, hay que ser agradecidas en la vida. Hay cosas por las que vale la pena vivir en esta ciudad, en este mundo. Pensaba eso mientras cruzaba la calle con el celular en la mano. Acababa de sacarlo del bolsillo para cambiar la canción. Una bicicleta venía a toda velocidad por la calle en sentido contrario, alcé a ver y la noté, pero no percibí nada especial. Hasta que el hombre de la bicicleta estaba prácticamente encima mío. Cuando volví a entender lo que pasaba me había quedado con las manos vacías estiradas y los audífonos rotos colgando de mis oídos. El ladrón se metió en contravía entre los autos y, por más que grité, el semáforo cambió a verde y decenas de autos pasaron por delante de mí mientras el ladrón se alejaba. Un asalto en la calle llena de gente a las 13:00, el robo de un celular. No es nada. Le pasa a todo el mundo. Todos los días.
Pero, a ver. ¿Por qué es esto normal? ¿Por qué es siempre culpa del peatón descuidado? ¿Por qué siempre es culpa mía? Creciente e incontenible miseria y pobreza, desgracia en la ciudad. Acepto el robo casi con vergüenza, me lo merezco por las monedas que no pude dejar ir el día anterior. Ojalá alguien coma gracias a ese aparato que tenía la pantalla rota. Ahora bien, ¿qué pasará con las fotos de mis hijos, mis números, las notas escritas como apuntes para algo más, el récord de Plants vs Zombies de mi hijo menor? Nada vale la pena, nada dura. Es el precio que se paga por vivir en una capital. La normalidad en nuestro pequeño universo es esa.
Encuentro hace poco que esas notas del celular viejo se almacenaban en algún lugar de mi computadora, releo mis apuntes de la tarde lluviosa en el bus. Escribo esta historia en el día ochenta de la cuarentena. El tiempo, la crisis y el virus habrán transformado el mundo en algo más oscuro; la calle habrá crecido, estará más hambrienta que nunca, desolada y enferma. La calle enorme llena de octubres, llena de alaridos desolados y amenazantes. No habrá espacio para miedos infantiles, no habrá forma de apegarse a una pareja de novios en el bus.
Me preparo para abrirme paso entre los escombros de un mundo desconocido, para dar la cara y seguir haciendo un trabajo que no le interesa a nadie, si es que aún está ahí cuando al fin, con mi mascarilla de papel, logre salir de aquí.
Comments