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Foto del escritorPaulina Simon T.

Emi




Faltan pocos días para viajar y quedamos de vernos con Emi para almorzar. Nos encontramos, comemos, hablamos. Ella no tiene intenciones de despedirse. Me pide si puede acompañarme a mi casa, quiere ver a mis hijos. Emi fue mi alumna hace algunos años y a veces es mi amiga, y a veces es amiga de mis hijos. A veces yo le trato como a una adulta y a veces como a una niña, como a uno de mis hijos. Me acompaña a recogerles del fútbol y ellos se lanzan encima de ella a abrazarla y le piden que se quede con ellos. Yo le advierto que se está haciendo tarde y que no va a encontrar un bus para volver a su casa después. No le importa. Paramos en una farmacia y compramos un cepillo de dientes. Ella no tiene planeado despedirse.


Su inesperada visita coincide con una de las jornadas más difíciles porque la mañana siguiente llegará un camión que se va a llevar casi todos los muebles, las camas, las repisas, los escritorios, las cobijas y muchas cosas que van a quedar almacenadas.


Hay mucho estrés, todo está muy desordenado. Yo necesito que todos estén haciendo algo, recogiendo las cosas de las repisas porque mañana se van. Hay un desorden y risas, y locura y gritos y yo tratando de repetir mentalmente todos los muebles que se van, a qué hora viene el camión. No equivocarnos en lo que vamos a mandar. Hacer una lista. No hay tiempo. Hay que cargar todo y luego llevarles a la última clase de parkour, que es un pequeño evento de despedida para mis hijos.


Le pido a Emi como a una hermana mayor que les ayude a guardar sus legos. Se sienta con miles de fundas ziploc porque Nael quiere asegurarse que cada figura, aunque esté desarmada, esté con todos sus piezas reunidas. Se dedican por horas a eso mientras yo vacío lo que queda en los demás muebles y preparo la merienda. No sé si podré dormir esa noche. Le hacemos una cama a Emi con el colchón que también se va mañana. Era el último día que íbamos a dormir cada uno en su cama. (Después vendrá una revolución de dormir cruzados de muchos modos por muchos meses).


A la mañana siguiente Emi está ahí cuando llegan los señores con el camión. Ya no nos acordamos hace días de usar mascarillas. El camión estaba perdido, tuve que salir a buscarle un kilómetro y medio en la camioneta que nos prestó mi papá y que según mi hermano, manejo muy mal. Yo en realidad creo que soy una innata conductora de camioneta y de cargar cosas después de tantas semanas de estar en permanente estado de mudanza, desde Tababela hasta Quito, a Conocoto, a la Merced, al Condado idas y vueltas por toda la ciudad y sus rincones.






Empezamos a subir las cosas al camión y nos atrasamos al parkour. Emi tiene las cosas de mis hijos, sus mochilas y termos de agua. Nosotras nos vamos a llevarle a tiempo a su despedida y mi marido se queda cargando el camión.


Antes de dejar a Emi en el bus después de toda su ayuda y compañía en estas veinticuatro horas locas, todavía no sabemos cómo despedirnos entonces nos vamos a comer un postre en el Sweet and coffee, ella me invita.


Hacemos tiempo. Ya no tenemos de qué más hablar.


Yo tomo mi bebida de la temporada, el mocachino y ella pide algo gigante y repleto de crema.


Cuando nos vamos a despedir se acuerda que yo no tengo efectivo y me da dos dólares por si me cobran el parqueadero.





Finalmente, nos despedimos. No regreso a ver como se sube al bus.


Más tarde cuando vuelvo a mi casa ya no hay casi ningún mueble. Nuestro colchón está en el piso. Mi hijos dormirán los dos en un colchón que queda, al lado del único sillón que no se fue, el sillón azul.



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